a Miriam González,
pintora
Una
vez hubo en que andaba, algo levantada sobre el suelo, una mirada que lo
abarcaba todo de un solo mirar, pero que
no sabía aún que era mirada porque nunca se había comparado, ni medido, ni
estudiado. Veía y callaba; veía y a veces hablaba; veía y casi siempre dibujaba
a través de unas manos ágiles, diestras, precisas.
La
mirada veía las figuras y veía dentro de las figuras y veía el devenir de las
figuras hasta el momento mismo de su necesario morir. Sabía qué iba a suceder
con cada figura, y por eso quiso eternizarlas. No quería cambiarles el destino,
no sabía si tenía derecho, no estaba segura de que ese don le hubiese sido
dado. Se temía. Se temía y sufría. Por las figuras y por sí. Sufría por sí
queriendo que ese mismo poder que le hablaba para contarle historias le
explicara por qué se las contaba y qué quería que hiciera con ellas.
La
tela blanca y vacía ante sí podía irse llenando con aquella angustia que las
manos tenían el don de decodificar para que las figuras recobraran en el lienzo
la apacible serenidad de la ignorancia. Empezaban a aparecer, más hermosas que
antes, tocadas por la conciencia de que allí renacían constantemente.
Un día
vino un coleóptero de duras y rojas alas a mirarse en su historia. Y vio que su
caparazón era aplastado por una piedra grande que se desprendía desde lo
desconocido. Iba a llorar, a gemir ante tal aterrador destino, cuando en el
cuadro las alas tomaron tal dureza que la piedra se fragmentó con el solo
contacto. Tales eran los fuegos de los pedazos que volaban por el cielo, que el
coleóptero supo que sus alas eran coraza y no sólo instrumentos para volar. Se
sintió fuerte frente a aquel espejo y
sobrevivió.
Otro
día fue un lápiz amarillo y con goma quien se asomó al retrato de sus destinos.
Y se vio aprisionado entre los dedos de un niño rubio que iba a apretarlo y
frotarlo y a mutilarlo hasta dejarlo mocho y abandonado a las acciones del
polvo de los rincones. El lápiz quería lamentarse de aquel cuadro que la mirada
le había entregado generosa. Pero cuando iba a hacerlo, vio, dentro del mismo
cuadro, dibujarse otro cuadro que parecía mero fondo para la exposición de su
quijotesca figura, y descubrió que lo pintaba el niño de pelo de maíz que se
asomaba por primera vez al mundo gracias al grafito extraído con dolor de su capa de pino maderero. Se
sintió mocho y fuerte frente a aquel espejo y sobrevivió.
Otra
vez un poema atrevido osó salirse de su blanco lecho de abstracciones para
contemplarse en innúmeras manchas coloreadas de aparente insignificación que
habían sido trazadas por las manos
esclavas de la mirada. Vio en las manchas que iba a ser incomprendido por su
destinatario y que tendría que permanecer encerrado en sí mismo en un cuaderno
de notas viejo y amarillento. Quiso desaparecer de la página cuadriculada que
lo contenía; quiso no haber nacido. ¡Tan frágiles son esas criaturas del dolor
otrificado! Pero vio que las manchas eran ecos inapagables de sus sonoridades y
que se iluminaban al ritmo de sus rimas soltando goticas finas de sangre en
cada golpe de pincel. Y salió despedido el poema hacia las manchas
endecasílabas y se trenzó con ellas en un abrazo permanente sin saber a ciencia
cierta cómo había llegado hasta allí. El poema sintióse fuerte dentro de aquel
espejo y sobrevivió.
Y la
mirada se iba distanciando del suelo hasta que no pudo hacerlo más porque ya
estaba lo suficientemente cerca de las inmensidades. Seguía previendo destinos
y callando destinos y pintando destinos apaciguados por sus hábiles manos
auxiliares.
Pero
lo único que le estaba vedado avizorar a la mirada era cómo las cosas iban a
verse a sí mismas a través de ella y cómo su visión las transformaba en seres
sempiternamente alegres.
Por
eso, la mirada estaba condenada a seguir sufriendo por las figuras y por sí, y
a veces rogaba a quien fuera el que le hacía ver los futuros de las cosas que
viniera a explicarle para qué los veía. Creyó que Miguel Angel había llegado a
saberlo cuando miró sobrecogida aquellas manos queriendo tocarse en La Capilla
Sixtina.
Pero
no bajó Miguel Angel de los cielos, ni bajó ángel alguno, ni salieron de naves
fusiformes sus probables antepasados para descubrirle la finalidad de su
extraña videncia. Tuvo que seguir mirando y callando; mirando y a veces
hablando; mirando y casi siempre dibujando, dotando a sus manos ágiles de un
incontenible movimiento creador para seguir transformando el mundo sin
saberlo.