miércoles, 18 de diciembre de 2013

LA MIRADA


a Miriam González, pintora



Una vez hubo en que andaba, algo levantada sobre el suelo, una mirada que lo abarcaba todo de  un solo mirar, pero que no sabía aún que era mirada porque nunca se había comparado, ni medido, ni estudiado. Veía y callaba; veía y a veces hablaba; veía y casi siempre dibujaba a través de unas manos ágiles, diestras, precisas.

La mirada veía las figuras y veía dentro de las figuras y veía el devenir de las figuras hasta el momento mismo de su necesario morir. Sabía qué iba a suceder con cada figura, y por eso quiso eternizarlas. No quería cambiarles el destino, no sabía si tenía derecho, no estaba segura de que ese don le hubiese sido dado. Se temía. Se temía y sufría. Por las figuras y por sí. Sufría por sí queriendo que ese mismo poder que le hablaba para contarle historias le explicara por qué se las contaba y qué quería que hiciera con ellas.

La tela blanca y vacía ante sí podía irse llenando con aquella angustia que las manos tenían el don de decodificar para que las figuras recobraran en el lienzo la apacible serenidad de la ignorancia. Empezaban a aparecer, más hermosas que antes, tocadas por la conciencia de que allí renacían constantemente.

Un día vino un coleóptero de duras y rojas alas a mirarse en su historia. Y vio que su caparazón era aplastado por una piedra grande que se desprendía desde lo desconocido. Iba a llorar, a gemir ante tal aterrador destino, cuando en el cuadro las alas tomaron tal dureza que la piedra se fragmentó con el solo contacto. Tales eran los fuegos de los pedazos que volaban por el cielo, que el coleóptero supo que sus alas eran coraza y no sólo instrumentos para volar. Se sintió  fuerte frente a aquel espejo y sobrevivió.

Otro día fue un lápiz amarillo y con goma quien se asomó al retrato de sus destinos. Y se vio aprisionado entre los dedos de un niño rubio que iba a apretarlo y frotarlo y a mutilarlo hasta dejarlo mocho y abandonado a las acciones del polvo de los rincones. El lápiz quería lamentarse de aquel cuadro que la mirada le había entregado generosa. Pero cuando iba a hacerlo, vio, dentro del mismo cuadro, dibujarse otro cuadro que parecía mero fondo para la exposición de su quijotesca figura, y descubrió que lo pintaba el niño de pelo de maíz que se asomaba por primera vez al mundo gracias al grafito extraído  con dolor de su capa de pino maderero. Se sintió mocho y fuerte frente a aquel espejo y sobrevivió.

Otra vez un poema atrevido osó salirse de su blanco lecho de abstracciones para contemplarse en innúmeras manchas coloreadas de aparente insignificación que habían sido trazadas  por las manos esclavas de la mirada. Vio en las manchas que iba a ser incomprendido por su destinatario y que tendría que permanecer encerrado en sí mismo en un cuaderno de notas viejo y amarillento. Quiso desaparecer de la página cuadriculada que lo contenía; quiso no haber nacido. ¡Tan frágiles son esas criaturas del dolor otrificado! Pero vio que las manchas eran ecos inapagables de sus sonoridades y que se iluminaban al ritmo de sus rimas soltando goticas finas de sangre en cada golpe de pincel. Y salió despedido el poema hacia las manchas endecasílabas y se trenzó con ellas en un abrazo permanente sin saber a ciencia cierta cómo había llegado hasta allí. El poema sintióse fuerte dentro de aquel espejo y sobrevivió.

Y la mirada se iba distanciando del suelo hasta que no pudo hacerlo más porque ya estaba lo suficientemente cerca de las inmensidades. Seguía previendo destinos y callando destinos y pintando destinos apaciguados por sus hábiles manos auxiliares.

Pero lo único que le estaba vedado avizorar a la mirada era cómo las cosas iban a verse a sí mismas a través de ella y cómo su visión las transformaba en seres sempiternamente alegres.

Por eso, la mirada estaba condenada a seguir sufriendo por las figuras y por sí, y a veces rogaba a quien fuera el que le hacía ver los futuros de las cosas que viniera a explicarle para qué los veía. Creyó que Miguel Angel había llegado a saberlo cuando miró sobrecogida aquellas manos queriendo tocarse en La Capilla Sixtina.

Pero no bajó Miguel Angel de los cielos, ni bajó ángel alguno, ni salieron de naves fusiformes sus probables antepasados para descubrirle la finalidad de su extraña videncia. Tuvo que seguir mirando y callando; mirando y a veces hablando; mirando y casi siempre dibujando, dotando a sus manos ágiles de un incontenible movimiento creador para seguir transformando el mundo sin saberlo. 







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