jueves, 19 de diciembre de 2013

Donde Wenceslao


                                   (Esta era la casa de Wenceslao en Vueltas)

Este cuento no es de Remedios ni de mi familia materna. Es de Vueltas, también en Las Villas, y corresponde a mi familia paterna. Lo escribo tal y como me lo contó mi papá.

Mi abuela materna murió muy joven, cuando sus hijos eran pequeñitos, de modo que mi abuelo, Buenaventura, se quedó a cargo de dos varones y una niña. El mayor era mi papá; luego venía mi tío Bernardo, y, por fin, Tía Ana, la menor.

Un día, don Wenceslao, tío de mi padre, invitó a mi abuelo y sus tres hijos a almorzar a su casa —una de las pocas, si no la única, de dos pisos en todo el pueblo de Vueltas. Wenceslao era rico y, como todo rico, era bastante conservador con su dinero, por no decir tacaño. Todo en su casa era muy augusto, tal como el carácter del viejo tío. Por eso, mi abuelo les advirtió a sus hijos que se comieran toda la comida sin chistar y que no hicieran comentario alguno al respecto.

Todo fue de maravillas, hasta que llegó el postre. Mi tío Bernardo recibió su porción de dulce de guayaba con queso, pero su lasquita de queso era sumamente delgada, lo que le produjo una gran frustración. Al no poder comentar sobre la comida, levantó su lasquita de queso, se  la colocó frente a los ojos, y exclamó:

—Papá, ¡te veo!

A partir de esa historia, cuando algo de comer nos resulta poco, decimos “es de papá te veo”.




miércoles, 18 de diciembre de 2013

LA MIRADA


a Miriam González, pintora



Una vez hubo en que andaba, algo levantada sobre el suelo, una mirada que lo abarcaba todo de  un solo mirar, pero que no sabía aún que era mirada porque nunca se había comparado, ni medido, ni estudiado. Veía y callaba; veía y a veces hablaba; veía y casi siempre dibujaba a través de unas manos ágiles, diestras, precisas.

La mirada veía las figuras y veía dentro de las figuras y veía el devenir de las figuras hasta el momento mismo de su necesario morir. Sabía qué iba a suceder con cada figura, y por eso quiso eternizarlas. No quería cambiarles el destino, no sabía si tenía derecho, no estaba segura de que ese don le hubiese sido dado. Se temía. Se temía y sufría. Por las figuras y por sí. Sufría por sí queriendo que ese mismo poder que le hablaba para contarle historias le explicara por qué se las contaba y qué quería que hiciera con ellas.

La tela blanca y vacía ante sí podía irse llenando con aquella angustia que las manos tenían el don de decodificar para que las figuras recobraran en el lienzo la apacible serenidad de la ignorancia. Empezaban a aparecer, más hermosas que antes, tocadas por la conciencia de que allí renacían constantemente.

Un día vino un coleóptero de duras y rojas alas a mirarse en su historia. Y vio que su caparazón era aplastado por una piedra grande que se desprendía desde lo desconocido. Iba a llorar, a gemir ante tal aterrador destino, cuando en el cuadro las alas tomaron tal dureza que la piedra se fragmentó con el solo contacto. Tales eran los fuegos de los pedazos que volaban por el cielo, que el coleóptero supo que sus alas eran coraza y no sólo instrumentos para volar. Se sintió  fuerte frente a aquel espejo y sobrevivió.

Otro día fue un lápiz amarillo y con goma quien se asomó al retrato de sus destinos. Y se vio aprisionado entre los dedos de un niño rubio que iba a apretarlo y frotarlo y a mutilarlo hasta dejarlo mocho y abandonado a las acciones del polvo de los rincones. El lápiz quería lamentarse de aquel cuadro que la mirada le había entregado generosa. Pero cuando iba a hacerlo, vio, dentro del mismo cuadro, dibujarse otro cuadro que parecía mero fondo para la exposición de su quijotesca figura, y descubrió que lo pintaba el niño de pelo de maíz que se asomaba por primera vez al mundo gracias al grafito extraído  con dolor de su capa de pino maderero. Se sintió mocho y fuerte frente a aquel espejo y sobrevivió.

Otra vez un poema atrevido osó salirse de su blanco lecho de abstracciones para contemplarse en innúmeras manchas coloreadas de aparente insignificación que habían sido trazadas  por las manos esclavas de la mirada. Vio en las manchas que iba a ser incomprendido por su destinatario y que tendría que permanecer encerrado en sí mismo en un cuaderno de notas viejo y amarillento. Quiso desaparecer de la página cuadriculada que lo contenía; quiso no haber nacido. ¡Tan frágiles son esas criaturas del dolor otrificado! Pero vio que las manchas eran ecos inapagables de sus sonoridades y que se iluminaban al ritmo de sus rimas soltando goticas finas de sangre en cada golpe de pincel. Y salió despedido el poema hacia las manchas endecasílabas y se trenzó con ellas en un abrazo permanente sin saber a ciencia cierta cómo había llegado hasta allí. El poema sintióse fuerte dentro de aquel espejo y sobrevivió.

Y la mirada se iba distanciando del suelo hasta que no pudo hacerlo más porque ya estaba lo suficientemente cerca de las inmensidades. Seguía previendo destinos y callando destinos y pintando destinos apaciguados por sus hábiles manos auxiliares.

Pero lo único que le estaba vedado avizorar a la mirada era cómo las cosas iban a verse a sí mismas a través de ella y cómo su visión las transformaba en seres sempiternamente alegres.

Por eso, la mirada estaba condenada a seguir sufriendo por las figuras y por sí, y a veces rogaba a quien fuera el que le hacía ver los futuros de las cosas que viniera a explicarle para qué los veía. Creyó que Miguel Angel había llegado a saberlo cuando miró sobrecogida aquellas manos queriendo tocarse en La Capilla Sixtina.

Pero no bajó Miguel Angel de los cielos, ni bajó ángel alguno, ni salieron de naves fusiformes sus probables antepasados para descubrirle la finalidad de su extraña videncia. Tuvo que seguir mirando y callando; mirando y a veces hablando; mirando y casi siempre dibujando, dotando a sus manos ágiles de un incontenible movimiento creador para seguir transformando el mundo sin saberlo. 







martes, 12 de noviembre de 2013

Sentir de poeta

 
Válido es todo sentir de poeta 
toda impresión 
vigorosa o suave 
rabiosa o tierna 
jubilosa o triste 
ligera o profunda.
  
Válido mi pegaso mitológico 
mi juventud a ultranza 
mi llave-clave.

Válido el boomerang de plata 
los espejos paralelos 
mis juguetes salvajes.
  
Mézclense con la Historia 
canten en la selva 
bailen 
vuelen al cosmos 
pinten espirales en el espacio 
duerman silenciosos 
salten.

Hagan cambiar el Tiempo 
que ha de cambiar obligatoriamente 
pesen mucho en la espalda 
en el hombro
en la sien, 
revuelvan los impulsos aplacados 
desboquen sus potros 
desvelen el sueño 
provoquen somnolencia en la vigilia 
perturben el reposo 
calmen el fuego del pensar 
incansable.
  
Y sobretodo siempre 
no permitan que la tranquilidad 
nos enajene.

miércoles, 30 de octubre de 2013


Inicio de mi nueva novela

Las transiciones de Octavio

Un pálpito abarcador se apropiaba de su mente, y percibía una clara presencia familiar nunca acompañada de su ser corpóreo. Hubiera querido extender la mano para alcanzar la otra o para acariciar el cabello de raíces que otrora se ensortijaba en sus dedos ansiosos... ¡Pero hubiera sido inútil!

La primera vez que Octavio transitó, lo hizo en un sueño. Se había quedado dormido pensando en Estela, oliendo la fragancia de su abundante pelo rojo, abrazando la redondez de su cuerpo blanco y suave y tibio... ¡Y despertó a su lado! Ella dormía ceñida a él, desnuda bajo la colcha. Octavio podía sentir la calidez de su piel y el aroma de su cuello, podía besar sus ojos cerrados, su nariz afilada, su boca entreabierta. Estela era de él y de nadie más. Le pertenecía, al menos en su sueño...

Los recuerdos se habían materializado a retazos, como en un rompecabezas. Cada pieza era, en sí, perfecta. El todo ya no existía. Cada transición le traía algunas piezas. La primera le entregó el cabello de Estela, su cuerpo, sus facciones... Entonces lo consideró bastante. No suficiente, pero bastante. Estaba satisfecho. ¡Por el momento!...

viernes, 25 de octubre de 2013


Fragmento de mi novela "Basilisa"

Despierta, Basilisa sabía que el miedo era absurdo. Lo sabía desde los siete años. Sabía que se vencía estudiando, aprendiendo, sabiendo. Era un sentimiento primitivo y bruto.
En su casa nadie sentía miedo. No podían sentirlo. Sabía que la oscuridad era sólo falta de luz. De noche, todos los gatos parecían pardos. Pero Basilisa sabía que Mauricio era blanco y que Caretica era una gata barcina. Lo sabía porque los había visto de día, porque los conocía, porque había jugado con ellos y les había dado de comer. Sabía que la oscuridad no era una cueva vacía ni misteriosa. Era el manto negro de la noche que suplantaba al manto iluminado del día. Por la rotación de la Tierra alrededor de su eje. Para que las plantas pudieran respirar, y para que el terral sustituyese a la brisa. Para que los hombres y los animales descansaran y soñaran. Para que las lechuzas vigilasen y el pavimento pudiera refrescarse. Sabía que el coco no existía, ni tampoco el cocobolo del que hablaba su tío Carlos. En Cuba no había lobos, ni fieras, ni serpientes venenosas. Sólo la viuda negra, pero únicamente en Oriente, ¡y eso quedaba muy lejos!

Una noche, los piececitos de las sandalias blancas quisieron andar, levantarse del silloncito que había sido de Basilisa-bisabuela, para salir a buscar un caramelo dejado, por olvido, en el comedor, al final del larguísimo pasillo. (¡Y era de noche!)
Estaba oscuro, pie derecho, pie izquierdo. La noche no es una cueva vacía, pie derecho. Pero parece una cueva vacía, pie izquierdo. La Tierra gira, pie derecho, y ahora el sol está del otro lado, pie izquierdo. Bom bom; bom bom; bom bom. No hay leones, pie derecho, bom, bom, bom. ¿Y tigres?, pie izquierdo, bom, bom, bom. ¿Y viejas locas?, pie derecho, bom, bom. Esta casa es la más segura del mundo, pie izquierdo, bom, porque la construyó el Ingeniero Sánchez Giquel, pie derecho, bom. La estatua romana quiere salirse del pedestal, izquierdo, bom, bom, bom, bom. Pero es de piedra, derecho, bom, bom, bom. No, las viejas locas están en “Mazorra”, izquierdo, bom, bom. Yo me porto bien, derecho, bom.
Las manitas, que ahora asían el timón de Raisa, más resueltas que inseguras, tentaron la mesa de comer, que hacía rato había sido recogida para que los ángeles de la guarda pudiesen no continuar arrodillados, y ¡eureka! hallaron el caramelo en las tinieblas y lo apretaron con fuerza. Los piececitos echaron a correr pasillo abajo, izquierdo, derecho, ¡100 kms!, BOM; izquierdo, derecho, ¡125 kms!, BOM; izquier, derech, ¡140!, BOM; izq, der, ¡155!, BOOOM...
―¡Mami, te traje un caramelo del comedor!
―¡¿Y no tuviste miedo?
―¡No!

miércoles, 23 de octubre de 2013


Mi sueño

No me niegues un sueño-ciencia-ficción
no me impidas que estés en él
acompañando mi extensa aventura espacial
cargada de dimensiones múltiples:
ibas conmigo
teníamos los pies alados
andábamos
sobre nubes gruesas, grises, esponjosas

sin nave de metal
ni combustible
nos agarrábamos
a un boomerang plateado
extraído de un sueño
soñado dentro del mismo sueño mío
corríamos entre los cráteres lunares
apartando el humo
con las miradas magnéticas
y entrábamos, con seguridad, por los soles
de las verdades limpias
grandes
majestuosas
los soles de las verdades soñables.

PEQUEÑO DUENDE

                   a mi hija, Laura


Pequeño duende
PEQUEÑO DUENDE

                          a mi hija, Laura



Pequeño duende

que saltas por los montes

inconforme y rebelde

te me antojas

el hacedor de lo desconocido

componedor

de hechizos misteriosos

que hacen la vida leve

fecunda

interesante.



Eres

la magia de lo humilde

la chispa de lo triste

lo enorme de lo breve.



Eres espuela fina

que aguijona y no hiere

Eres roce de gotas cristalinas

en la piel cuando duele.




Tienes la llave-clave

que abre todas las puertas

y la salida

precisa y consecuente

de todos los problemas.



Te me apareces,

como si no pasara nada,

en cualquier circunstancia

en la reunión

en la oficina

en un informe

o en la guardia.



Pequeño duende

vive siempre conmigo

inconforme y rebelde

haz lo desconocido cotidiano

lo común misterioso

bueno lo malo.




inconforme y rebelde

te me antojas

el hacedor de lo desconocido

componedor

de hechizos misteriosos

que hacen la vida leve

fecunda

interesante.



Eres

la magia de lo humilde

la chispa de lo triste

lo enorme de lo breve.



Eres espuela fina

que aguijona y no hiere

Eres roce de gotas cristalinas

en la piel cuando duele.




Tienes la llave-clave

que abre todas las puertas

y la salida

precisa y consecuente

de todos los problemas.



Te me apareces,

como si no pasara nada,

en cualquier circunstancia

en la reunión

en la oficina

en un informe

o en la guardia.



Pequeño duende

vive siempre conmigo

inconforme y rebelde

haz lo desconocido cotidiano

lo común misterioso

bueno lo malo.

sábado, 19 de octubre de 2013


Nueva clave

Escribí un cuento en mí menor
y nunca pude concluirlo:
los personajes no se delineaban,
andaban de cabeza
como los chinos en las antípodas.

Hoy he escrito un cuento en tú mayor
y he logrado mi sagrado propósito.

El premio


Primero me desterraron. Tuve que caminar por las arenas del desierto hasta que me sangraron los pies, sin contar el calor, la sed y el cansancio. Sentí hambre, frío y miedo. Luego, me buscaron  hasta encontrarme, me trajeron de regreso  y me dispararon cuatro balazos en el pecho.
Cuando caía, noté que en el suelo habían crecido flores rojas de mis gotas de sangre; en mi pecho brotaron rosas de las heridas.
Los burócratas supieron de mi sangre milagrosa. Se arrepintieron del crimen, pero era tarde.
Para el funeral, colocaron cuatro medallas donde antes estuvieron las heridas de las balas, y una enorme bandera patria cubrió mi ataúd. Subí al cielo tranquila y sin rencores.

viernes, 18 de octubre de 2013



Como narrado por mi madre, este cuento relata la historia de un sueño premonitorio, como los que describe K. Jung en "Los sueños y el inconsciente".

¡Tembló la tierra en Remedios!

            La veía con claridad meridiana: mi sobrina Enriqueta me miraba desde el campanario de la iglesia de Remedios y movía con prisa su brazo derecho sosteniendo un papel en la mano, como saludándome, como advirtiéndome.
            Otra escena, y mi mamá, desde el zaguán de nuestra antigua casa remediana, se disponía a salir despedida hacia la calle, mientras gritaba:
            — ¡Salgan pronto!
            Me desperté asustada.
         A las siete, abrí el periódico y leí el inusitado titular de primera plana: ¡Tembló la tierra en Remedios! Casi al instante llegaba un telegrama de Enriqueta: "Todos bien, Queta."

jueves, 17 de octubre de 2013


¡Qué memoria!
a mi padre     


En esa etapa de la vida que nos deleitamos en llamar con un  eufemismo "madurez", cuando aún somos capaces de desplegar euforia y energía con esfuerzos inconscientes, ciertos síntomas subrepticios de naturaleza dudosa se empeñan en clarinetearnos la cercanía de la rechazada tercera edad. El primero es, quizás, la presbicia; los cada día más frecuentes fallos de la memoria le siguen los pasos con premura. No obstante, la nunca suficientemente temida vejez parece compensarnos con rafagazos frecuentes de recuerdos que nos presentan, como en un cinematógrafo interior, pedazos de pasado olvidados hasta entonces. Pero hay aún sorpresas mayores: entre los recuerdos añosos que emergen desde adentro pueden, en exclusiva ocasión, raptarnos desde afuera unos sin nombre a los que me permito llamar aquí revelaciones en pro de mi relato. Así, a los cincuentitantos años, no es lo mismo haber recordado siempre que recordar de pronto, como ninguna de las susodichas variantes se parece siquiera a tener una revelación. En esta mi historia, hay memoria dentro de la memoria y revelación dentro de la revelación. Y, ¡créanme! no es un simple juego de palabras. ¿Seré capaz de hacérselos entender?

La señora Raquel María Fons González, cubana de pura cepa, sincrética y transculturada, de antecedentes matanceros y habanera de cuna, había tenido de pequeña una memoria fabulosa. Y su padre quiso conservársela, estimulándola a ejercitarla de continuo. No era una memoria monstruosa, pero sí privilegiada, y buena parte de sus éxitos escolares y académicos estuvieron apuntalados por el eco de una frase de su infancia repetida indiscriminadamente por sus familiares a lo largo de su niñez:

-- ¡Qué memoria tiene esta niña! --, solía escucharse cada vez que Raquelita recordaba el nombre y los dos apellidos de algún conocido ocasional o recitaba un interminable poema en inglés o rectificaba el orden real de sucesos de la historia matancera que, por remotos, habían ido adquiriendo extrañas concatenaciones en las mentes de sus protagonistas.

A veces Raquelita solía recordar cosas de las que nadie se acordaba, y, cuando algún bisabuelo sobreviviente confirmaba la veracidad de sus narraciones, cualquiera de los presentes exclamaba sin pensarlo:

-- ¡Qué memoria!

Sentada en su mullido butacón predilecto, la señora Raquel María quiso probar una vez más el poder de su memoria, ahora que ya se había jubilado y no estaba obligada a "archivar" informaciones inútiles en su mente serena. Se dispuso, pues, a recordar, y eligió para ello el incidente que había provocado la frase de sus  seguridades infantiles.

Supo así que siempre había recordado el día en que habían visitado las "Cuevas de Bellamar" con el tisiólogo mexicano Roberto Bermúdez y Castillo. Recordó de pronto que iba sentada detrás de su padre en el recién comprado Packard verde todavía oloroso a vidriera y a aire acondicionado; que su madre le había cedido a Lourdes la ventanilla derecha para que las hermanas no sintieran discriminación en el trato; que disfrutaban las vacaciones navideñas, y que un espíritu de magia y aventuras las envolvía cuando entonaba los villancicos tantas veces ensayados en la escuela.

Había recordado siempre que habían tomado, casi de madrugada, por la Carretera Central, porque la Vía Blanca ni soñaba todavía con ser diseñada por gobernante o ingeniero alguno. Recordó de pronto la neblina entreverada con rayos de sol bajo los ficus arqueados del camino y el olor dulce y húmedo del aguinaldo y de las clavellinas de cercas y jardines que, en fuga, parecían despedirse de ellos en sentido contrario.

Había recordado siempre que comían un pan abizcochado y fusiforme cuyas migajas no podrían, bajo ningún concepto, ir a adornar las alfombras del Packard. Recordó de pronto que ese pan se compraba en Jamaica, que entonces no era para ella otro país, como lo es ahora, sino un poblado despoblado, aunque limpio, y tan recto como la carretera que lo atravesaba.

Había recordado siempre que, como cada vez que llegaban a Catalina de Güines, habían tenido que comprar butifarras y cantar cierta canción alusiva a un tal "Congo" que le echaba salsita a los bien sazonados embutidos. Recordó de pronto la fachada azul del establecimiento que se modernizaba con los años y que le llegó a parecer, en sus percepciones infantiles, la versión criolla de las cafeterías "Howard Johnson" ya inexistentes en los Estados Unidos.

Había recordado siempre Madruga porque allí había nacido Cora, su niñera. Recordó de pronto la alegría de sus calles, el colorido de sus casitas, el bullicio de sus gentes, más extrovertidas que en otros lugares de la Isla.

Había recordado siempre cierta ermita en lo alto de una loma a la que solían subir para contemplar imágenes de santos, o en peregrinación si su abuela los acompañaba en la empresa. Recordó de pronto que la ermita estaba de alguna forma relacionada con el valle del Yumurí, y que para llegar a ella había que hacer un tremendo rodeo que nunca se consideraba una pérdida de tiempo. Ocurría, en este viaje en particular, que había que compensar al doctor Bermúdez por los equilibrios de acróbata aficionado que se había visto forzado a realizar cierta vez para que Isidoro, padre de Raquel María, de visita en Yucatán en ocasión del "Congreso Panamericano de Tisiología" de 1949, pudiese trepar hasta la cima de una pirámide de Chichén Itzá y desde allí, contemplar el anchuroso paisaje de la famosa península mexicana.

Había recordado siempre  -porque para eso todavía funcionaba en su casa un oxidado proyector de cine de ocho milímetros-  que su padre filmaba cuanto gesto simiesco se les ocurriera "monear" a ella o a Lourdes mientras se mecían en los columpios del parque infantil del patio de la ermita, que tenía más que ver en su memoria con la esencia del paseo que la cabellera de bucles del San Juan que se erguía en uno de sus altares. Recordó de pronto que su madre llevaba en la cartera un velo negro y dos velitos blancos para posarlos sobre las tres cabezas femeninas en el caso de que la religiosa ocasión se presentara.

Había recordado siempre que, cuando atravesaban Matanzas, no la provincia sino la "Atenas", Isidoro recitaba una décima cargada de blasfemias sobre la ciudad, un mono, un telón y el nunca bien ponderado "Pan", que, a pesar de sus groserías, aparecía como ejemplo de perfección literaria en los libros de Literatura Preceptiva (¡Ya nadie debe acordarse de eso!) y, por ello, podía ser repetida en cualquier situación propicia siempre que se especificara su importancia literaria. Recordó de pronto que el  día de marras, después de numerosos giros de timón, llegaron a una carreterita bien estrecha en cuya entrada todavía hoy se divisa un coloreado cartel de latón que reza, con letras de abuelas, CUEVAS DE BELLAMAR, y que el pequeñísimo tramo que conduce hasta ellas le pareció el más largo y sinuoso camino por el que hubiera pasado jamás automóvil alguno.



Había recordado siempre haber tomado "Materva" con galleticas preparadas, y que Lourdes hacía buches de deleite con el gaseoso brebaje. Recordó de pronto que Isidoro las regañó con saña por colocar trozos de galletas de soda en la boca de la botella para recibir, en un solo golpe de sabor, refresco y galleta a modo de efervescente tostada inventada por las hermanas para su exclusivo goce bipersonal.

No pudo evitar que se le escapara una risa convulsiva que sacó, como un resorte, al gato Mauricio de la placidez de su sueño pospandreal. Doña Raquel María reía con cincuenta años menos, y disfrutaba, con inocente sadismo, la ira de Isidoro a quien ambas hermanas se complacían en mortificar como muestra excepcional de cariño.

Completamente sola  -ya Mauricio había encontrado en el comedor más pacífico refugio-, Raquelita comenzó a sentir en su boca el sabor de aquel engendro lunchero que era, para ella y Lourdes, verdadero bocatto di cardinale, y se transportó en el espacio y en el tiempo a la explanda que albergaba el rústico restorán campestre a la entrada de la cueva. Ahora no estaba recordando. Había rejuvenecido al punto de que sus oídos no traqueaban  al tragar, y la sensación de tener dos libras de algodón dentro de su cabeza había desaparecido para siempre. Raquelita saltaba de un lado para otro dentro de su trusita de dos piezas hasta que un mano adulta la condujo casi a la fuerza hasta un torniquete de bronce del que pudo colgarse por las manos doblando bien las rodillas para quedar suspendida en el aire mientras giraba hacia la entrada de la cueva y se desprendía para caer en cuclillas en lo alto de una empinada escalera que se le antojó la de incendios. Descendió con pericia, sintiendo tras ella las pisadas de Lourdes, bombero también, apresurada hacia el fuego de sus imaginaciones. Más atrás, las voces de los adultos que preguntaban y la del guía que respondía hasta alcanzar el punto en que sus respuestas se intersectaban con el discurso preparado de antemano para el que estaban bien marcados los matices interpretativos necesarios. Terminando la niña de apoyar el pie derecho en el último paldaño, el ímpetu del izquierdo devino un cuasi resbalón que Raquelita supo convertir, airosa, en paso de patinaje sobre hielo. ¿Quién iba a imaginar que al escarpado descenso sucedería otro similar pero más peligroso y atrayente? Ahora las "patinadoras" recordaban el vals de Strauss, tan manido en las clases de ballet, y continuaban su artística bajada hasta que un patinazo las sentó a una sobre la otra.

-- ¡Niñas! ¡Si siguen así, no las vamos a traer más!

La exclamación de Nena las salvaba del ridículo ante los miles de espectadores que las habían aclamado y las devolvía instantáneamente a la realidad. Pero, casi sin pestañar, ya Raquelita se estaba sumiendo en otra escena de cine en la cual eran ella y Lourdes las protagonistas indiscutibles. La voz del guía la condujo a ella sin querer:

-- A su izquierda, pueden contemplar esas perfectas estalagmitas donde aparecen, como esculpidas por maestro cincel, las figuras de Blanca Nieves y los siete enanitos del bosque...

Y Raquelita empieza, seguida por su hermana, a entonar:

-- ¡Jai jou, jai jou, a casa a descansar! Jai jou, jai jou, jai jou, a casa a descansar!...

Caminaba, humilde la princesa, seguida de Gruñón, caminaba, caminaba, cuando la voz del guía comenzó a narrar la historia de una turista americana que se metió por la boca de "ese túnel que ven allí" y no salió nunca más. Trocóse Blanca Nieves en la gringa Rachel Mary al soltar, para siempre, la mano de Gruñón y extasiarse ante una cueva negra y estrecha, ¡una cueva de verdad!, sin torniquete, ni escaleras, ni luces, ni guía... Su cuerpo se detuvo ante la cadena que cerraba el paso a los curiosos, pero su mente siguió deambulando dentro del túnel-cueva hechizada por el mundo que se abría tras él: cortinas, telones, retablos, icebergs, fiordos, columnas, dinosaurios, serpientes, gnomos, manos errantes, perfiles estáticos, aves exóticas, ciudades completas, escondrijos a pastos, laberintos pétreos, gélidos, húmedos, con su rubia cabellera flotando detrás de su cabeza llena de duendes y coleópteros estalagmíticos. Caminaba el espíritu de Rachel Mary túnel adentro mientras el cuerpo aterido de Raquelita era conducido por nuevos recovecos señalados por el guía que continuaba discurseando:

-- Y esto que ven arriba, a su derecha, se llama...

-- ¡El Nacimiento! --, adelantó, con fingido acento de gringa, la niña que, alucinada, continuó, -- Al fondo, podrán distinguir las figuras de la Virgen y el Niño; allá, el lucero; acá,  los pastores, y ¡los Reyes Magos con sus ofrendas!


-- Pero, ¡qué memoria tiene su hijita! -- exclamó extasiado el guía que había perdido el hilo de su discurso.

En este punto del recordar de pronto, vio doña Raquel María en la distancia la cara de asombro de su padre, y vio la duda reflejada en su rostro; observó, desde los años, a Raquelita, ingenua e inocente, buscando la mano de su hermana para continuar sus aventuras, y contempló a todos los presentes asintiendo mientras Isidoro, ya resuelto, afirmaba casi convencido:

-- ¡Qué memoria tiene mi hija! ¡Qué memoria, Dios mío!

Fue en este recordar recordando que a doña Raquel María Fons González se le reveló, desde sabe Dios qué extraño y remoto lugar, la cara de su madre, con "El Nacimiento" por fondo, musitando al oído de Isidoro;

-- Pero, viejo, ¡si es la primera vez que entramos en Las Cuevas de Bellamar!



martes, 15 de octubre de 2013


Juan Azafrán


Era la época de los descubrimientos. El hombre había crecido y comenzaba a descubrirlo todo. La mujer también había crecido. Pero los hombres no lo habían descubierto aún. ¡Faltaba tanto para eso!

Los hombres descubrían algo y le ponían su nombre para pasar a la Historia. Después, tuvieron que crear el Premio Nobel para que la Historia no se llenara de nombres extraños. Pero eso fue mucho después.

Juan Azafrán no era un descubridor. Se entretenía mirando al cielo y contemplando su inmensidad, cuando no trabajaba. Pero el rumor llegó a sus oídos sin quererlo. Entonces, ya no miró más al cielo. La inmensidad estaba aquí en la Tierra, y había que descubrirla.

Se pasó muchos años tratando de descubrir la inmensidad , gastando todo lo que ganaba en probetas, sustancias, maderas, cables y hornos.

Llegó a viejo sin darse cuente. Y cuando se vio frente a la muerte, pensó que no era justo que hubiese malgastado su vida. ¡Era la única que tenía!

Entonces, decidió engañar a todos y crear su propio descubrimiento para pasar, él también, a la Historia.

Agarró todo lo que había comprado y fabricó una cosa que se movía sin parar. Dijo que había descubierto el movimiento perpetuo. Se fue a la feria para mostrarlo. Todos quedaron asombrados.

Así, Juan Azafrán descubrió el invento.

Sandalias


Bajé las escaleras de la buhardilla para encontrarme con él en el cuarto. Traía sus sandalias en mis manos. Pero yo andaba descalza.

- ¿Por qué no te calzas mis sandalias?- me dijo.

- No sé- le respondí, -¡y tengo los pies tan fríos! Tus sandalias siempre me gustaron más que todo.

- Entonces, póntelas.

- No puedo, hay una fuerza en ellas que no me deja meter mis pies. No quieren que yo las calce. Pero las tenía en mis manos. Comencé a aplaudir con ellas. Tlap, tlap, tlap, sonaban. Entonces se me salieron de las manos volando. ¡Tenían alas! ¿Adónde irán? Se perdían en el cielo después de haberse escapado por la ventana.

- Y ahora, Mercurio, ¿qué piensas hacer?