miércoles, 30 de octubre de 2013


Inicio de mi nueva novela

Las transiciones de Octavio

Un pálpito abarcador se apropiaba de su mente, y percibía una clara presencia familiar nunca acompañada de su ser corpóreo. Hubiera querido extender la mano para alcanzar la otra o para acariciar el cabello de raíces que otrora se ensortijaba en sus dedos ansiosos... ¡Pero hubiera sido inútil!

La primera vez que Octavio transitó, lo hizo en un sueño. Se había quedado dormido pensando en Estela, oliendo la fragancia de su abundante pelo rojo, abrazando la redondez de su cuerpo blanco y suave y tibio... ¡Y despertó a su lado! Ella dormía ceñida a él, desnuda bajo la colcha. Octavio podía sentir la calidez de su piel y el aroma de su cuello, podía besar sus ojos cerrados, su nariz afilada, su boca entreabierta. Estela era de él y de nadie más. Le pertenecía, al menos en su sueño...

Los recuerdos se habían materializado a retazos, como en un rompecabezas. Cada pieza era, en sí, perfecta. El todo ya no existía. Cada transición le traía algunas piezas. La primera le entregó el cabello de Estela, su cuerpo, sus facciones... Entonces lo consideró bastante. No suficiente, pero bastante. Estaba satisfecho. ¡Por el momento!...

viernes, 25 de octubre de 2013


Fragmento de mi novela "Basilisa"

Despierta, Basilisa sabía que el miedo era absurdo. Lo sabía desde los siete años. Sabía que se vencía estudiando, aprendiendo, sabiendo. Era un sentimiento primitivo y bruto.
En su casa nadie sentía miedo. No podían sentirlo. Sabía que la oscuridad era sólo falta de luz. De noche, todos los gatos parecían pardos. Pero Basilisa sabía que Mauricio era blanco y que Caretica era una gata barcina. Lo sabía porque los había visto de día, porque los conocía, porque había jugado con ellos y les había dado de comer. Sabía que la oscuridad no era una cueva vacía ni misteriosa. Era el manto negro de la noche que suplantaba al manto iluminado del día. Por la rotación de la Tierra alrededor de su eje. Para que las plantas pudieran respirar, y para que el terral sustituyese a la brisa. Para que los hombres y los animales descansaran y soñaran. Para que las lechuzas vigilasen y el pavimento pudiera refrescarse. Sabía que el coco no existía, ni tampoco el cocobolo del que hablaba su tío Carlos. En Cuba no había lobos, ni fieras, ni serpientes venenosas. Sólo la viuda negra, pero únicamente en Oriente, ¡y eso quedaba muy lejos!

Una noche, los piececitos de las sandalias blancas quisieron andar, levantarse del silloncito que había sido de Basilisa-bisabuela, para salir a buscar un caramelo dejado, por olvido, en el comedor, al final del larguísimo pasillo. (¡Y era de noche!)
Estaba oscuro, pie derecho, pie izquierdo. La noche no es una cueva vacía, pie derecho. Pero parece una cueva vacía, pie izquierdo. La Tierra gira, pie derecho, y ahora el sol está del otro lado, pie izquierdo. Bom bom; bom bom; bom bom. No hay leones, pie derecho, bom, bom, bom. ¿Y tigres?, pie izquierdo, bom, bom, bom. ¿Y viejas locas?, pie derecho, bom, bom. Esta casa es la más segura del mundo, pie izquierdo, bom, porque la construyó el Ingeniero Sánchez Giquel, pie derecho, bom. La estatua romana quiere salirse del pedestal, izquierdo, bom, bom, bom, bom. Pero es de piedra, derecho, bom, bom, bom. No, las viejas locas están en “Mazorra”, izquierdo, bom, bom. Yo me porto bien, derecho, bom.
Las manitas, que ahora asían el timón de Raisa, más resueltas que inseguras, tentaron la mesa de comer, que hacía rato había sido recogida para que los ángeles de la guarda pudiesen no continuar arrodillados, y ¡eureka! hallaron el caramelo en las tinieblas y lo apretaron con fuerza. Los piececitos echaron a correr pasillo abajo, izquierdo, derecho, ¡100 kms!, BOM; izquierdo, derecho, ¡125 kms!, BOM; izquier, derech, ¡140!, BOM; izq, der, ¡155!, BOOOM...
―¡Mami, te traje un caramelo del comedor!
―¡¿Y no tuviste miedo?
―¡No!

miércoles, 23 de octubre de 2013


Mi sueño

No me niegues un sueño-ciencia-ficción
no me impidas que estés en él
acompañando mi extensa aventura espacial
cargada de dimensiones múltiples:
ibas conmigo
teníamos los pies alados
andábamos
sobre nubes gruesas, grises, esponjosas

sin nave de metal
ni combustible
nos agarrábamos
a un boomerang plateado
extraído de un sueño
soñado dentro del mismo sueño mío
corríamos entre los cráteres lunares
apartando el humo
con las miradas magnéticas
y entrábamos, con seguridad, por los soles
de las verdades limpias
grandes
majestuosas
los soles de las verdades soñables.

PEQUEÑO DUENDE

                   a mi hija, Laura


Pequeño duende
PEQUEÑO DUENDE

                          a mi hija, Laura



Pequeño duende

que saltas por los montes

inconforme y rebelde

te me antojas

el hacedor de lo desconocido

componedor

de hechizos misteriosos

que hacen la vida leve

fecunda

interesante.



Eres

la magia de lo humilde

la chispa de lo triste

lo enorme de lo breve.



Eres espuela fina

que aguijona y no hiere

Eres roce de gotas cristalinas

en la piel cuando duele.




Tienes la llave-clave

que abre todas las puertas

y la salida

precisa y consecuente

de todos los problemas.



Te me apareces,

como si no pasara nada,

en cualquier circunstancia

en la reunión

en la oficina

en un informe

o en la guardia.



Pequeño duende

vive siempre conmigo

inconforme y rebelde

haz lo desconocido cotidiano

lo común misterioso

bueno lo malo.




inconforme y rebelde

te me antojas

el hacedor de lo desconocido

componedor

de hechizos misteriosos

que hacen la vida leve

fecunda

interesante.



Eres

la magia de lo humilde

la chispa de lo triste

lo enorme de lo breve.



Eres espuela fina

que aguijona y no hiere

Eres roce de gotas cristalinas

en la piel cuando duele.




Tienes la llave-clave

que abre todas las puertas

y la salida

precisa y consecuente

de todos los problemas.



Te me apareces,

como si no pasara nada,

en cualquier circunstancia

en la reunión

en la oficina

en un informe

o en la guardia.



Pequeño duende

vive siempre conmigo

inconforme y rebelde

haz lo desconocido cotidiano

lo común misterioso

bueno lo malo.

sábado, 19 de octubre de 2013


Nueva clave

Escribí un cuento en mí menor
y nunca pude concluirlo:
los personajes no se delineaban,
andaban de cabeza
como los chinos en las antípodas.

Hoy he escrito un cuento en tú mayor
y he logrado mi sagrado propósito.

El premio


Primero me desterraron. Tuve que caminar por las arenas del desierto hasta que me sangraron los pies, sin contar el calor, la sed y el cansancio. Sentí hambre, frío y miedo. Luego, me buscaron  hasta encontrarme, me trajeron de regreso  y me dispararon cuatro balazos en el pecho.
Cuando caía, noté que en el suelo habían crecido flores rojas de mis gotas de sangre; en mi pecho brotaron rosas de las heridas.
Los burócratas supieron de mi sangre milagrosa. Se arrepintieron del crimen, pero era tarde.
Para el funeral, colocaron cuatro medallas donde antes estuvieron las heridas de las balas, y una enorme bandera patria cubrió mi ataúd. Subí al cielo tranquila y sin rencores.

viernes, 18 de octubre de 2013



Como narrado por mi madre, este cuento relata la historia de un sueño premonitorio, como los que describe K. Jung en "Los sueños y el inconsciente".

¡Tembló la tierra en Remedios!

            La veía con claridad meridiana: mi sobrina Enriqueta me miraba desde el campanario de la iglesia de Remedios y movía con prisa su brazo derecho sosteniendo un papel en la mano, como saludándome, como advirtiéndome.
            Otra escena, y mi mamá, desde el zaguán de nuestra antigua casa remediana, se disponía a salir despedida hacia la calle, mientras gritaba:
            — ¡Salgan pronto!
            Me desperté asustada.
         A las siete, abrí el periódico y leí el inusitado titular de primera plana: ¡Tembló la tierra en Remedios! Casi al instante llegaba un telegrama de Enriqueta: "Todos bien, Queta."

jueves, 17 de octubre de 2013


¡Qué memoria!
a mi padre     


En esa etapa de la vida que nos deleitamos en llamar con un  eufemismo "madurez", cuando aún somos capaces de desplegar euforia y energía con esfuerzos inconscientes, ciertos síntomas subrepticios de naturaleza dudosa se empeñan en clarinetearnos la cercanía de la rechazada tercera edad. El primero es, quizás, la presbicia; los cada día más frecuentes fallos de la memoria le siguen los pasos con premura. No obstante, la nunca suficientemente temida vejez parece compensarnos con rafagazos frecuentes de recuerdos que nos presentan, como en un cinematógrafo interior, pedazos de pasado olvidados hasta entonces. Pero hay aún sorpresas mayores: entre los recuerdos añosos que emergen desde adentro pueden, en exclusiva ocasión, raptarnos desde afuera unos sin nombre a los que me permito llamar aquí revelaciones en pro de mi relato. Así, a los cincuentitantos años, no es lo mismo haber recordado siempre que recordar de pronto, como ninguna de las susodichas variantes se parece siquiera a tener una revelación. En esta mi historia, hay memoria dentro de la memoria y revelación dentro de la revelación. Y, ¡créanme! no es un simple juego de palabras. ¿Seré capaz de hacérselos entender?

La señora Raquel María Fons González, cubana de pura cepa, sincrética y transculturada, de antecedentes matanceros y habanera de cuna, había tenido de pequeña una memoria fabulosa. Y su padre quiso conservársela, estimulándola a ejercitarla de continuo. No era una memoria monstruosa, pero sí privilegiada, y buena parte de sus éxitos escolares y académicos estuvieron apuntalados por el eco de una frase de su infancia repetida indiscriminadamente por sus familiares a lo largo de su niñez:

-- ¡Qué memoria tiene esta niña! --, solía escucharse cada vez que Raquelita recordaba el nombre y los dos apellidos de algún conocido ocasional o recitaba un interminable poema en inglés o rectificaba el orden real de sucesos de la historia matancera que, por remotos, habían ido adquiriendo extrañas concatenaciones en las mentes de sus protagonistas.

A veces Raquelita solía recordar cosas de las que nadie se acordaba, y, cuando algún bisabuelo sobreviviente confirmaba la veracidad de sus narraciones, cualquiera de los presentes exclamaba sin pensarlo:

-- ¡Qué memoria!

Sentada en su mullido butacón predilecto, la señora Raquel María quiso probar una vez más el poder de su memoria, ahora que ya se había jubilado y no estaba obligada a "archivar" informaciones inútiles en su mente serena. Se dispuso, pues, a recordar, y eligió para ello el incidente que había provocado la frase de sus  seguridades infantiles.

Supo así que siempre había recordado el día en que habían visitado las "Cuevas de Bellamar" con el tisiólogo mexicano Roberto Bermúdez y Castillo. Recordó de pronto que iba sentada detrás de su padre en el recién comprado Packard verde todavía oloroso a vidriera y a aire acondicionado; que su madre le había cedido a Lourdes la ventanilla derecha para que las hermanas no sintieran discriminación en el trato; que disfrutaban las vacaciones navideñas, y que un espíritu de magia y aventuras las envolvía cuando entonaba los villancicos tantas veces ensayados en la escuela.

Había recordado siempre que habían tomado, casi de madrugada, por la Carretera Central, porque la Vía Blanca ni soñaba todavía con ser diseñada por gobernante o ingeniero alguno. Recordó de pronto la neblina entreverada con rayos de sol bajo los ficus arqueados del camino y el olor dulce y húmedo del aguinaldo y de las clavellinas de cercas y jardines que, en fuga, parecían despedirse de ellos en sentido contrario.

Había recordado siempre que comían un pan abizcochado y fusiforme cuyas migajas no podrían, bajo ningún concepto, ir a adornar las alfombras del Packard. Recordó de pronto que ese pan se compraba en Jamaica, que entonces no era para ella otro país, como lo es ahora, sino un poblado despoblado, aunque limpio, y tan recto como la carretera que lo atravesaba.

Había recordado siempre que, como cada vez que llegaban a Catalina de Güines, habían tenido que comprar butifarras y cantar cierta canción alusiva a un tal "Congo" que le echaba salsita a los bien sazonados embutidos. Recordó de pronto la fachada azul del establecimiento que se modernizaba con los años y que le llegó a parecer, en sus percepciones infantiles, la versión criolla de las cafeterías "Howard Johnson" ya inexistentes en los Estados Unidos.

Había recordado siempre Madruga porque allí había nacido Cora, su niñera. Recordó de pronto la alegría de sus calles, el colorido de sus casitas, el bullicio de sus gentes, más extrovertidas que en otros lugares de la Isla.

Había recordado siempre cierta ermita en lo alto de una loma a la que solían subir para contemplar imágenes de santos, o en peregrinación si su abuela los acompañaba en la empresa. Recordó de pronto que la ermita estaba de alguna forma relacionada con el valle del Yumurí, y que para llegar a ella había que hacer un tremendo rodeo que nunca se consideraba una pérdida de tiempo. Ocurría, en este viaje en particular, que había que compensar al doctor Bermúdez por los equilibrios de acróbata aficionado que se había visto forzado a realizar cierta vez para que Isidoro, padre de Raquel María, de visita en Yucatán en ocasión del "Congreso Panamericano de Tisiología" de 1949, pudiese trepar hasta la cima de una pirámide de Chichén Itzá y desde allí, contemplar el anchuroso paisaje de la famosa península mexicana.

Había recordado siempre  -porque para eso todavía funcionaba en su casa un oxidado proyector de cine de ocho milímetros-  que su padre filmaba cuanto gesto simiesco se les ocurriera "monear" a ella o a Lourdes mientras se mecían en los columpios del parque infantil del patio de la ermita, que tenía más que ver en su memoria con la esencia del paseo que la cabellera de bucles del San Juan que se erguía en uno de sus altares. Recordó de pronto que su madre llevaba en la cartera un velo negro y dos velitos blancos para posarlos sobre las tres cabezas femeninas en el caso de que la religiosa ocasión se presentara.

Había recordado siempre que, cuando atravesaban Matanzas, no la provincia sino la "Atenas", Isidoro recitaba una décima cargada de blasfemias sobre la ciudad, un mono, un telón y el nunca bien ponderado "Pan", que, a pesar de sus groserías, aparecía como ejemplo de perfección literaria en los libros de Literatura Preceptiva (¡Ya nadie debe acordarse de eso!) y, por ello, podía ser repetida en cualquier situación propicia siempre que se especificara su importancia literaria. Recordó de pronto que el  día de marras, después de numerosos giros de timón, llegaron a una carreterita bien estrecha en cuya entrada todavía hoy se divisa un coloreado cartel de latón que reza, con letras de abuelas, CUEVAS DE BELLAMAR, y que el pequeñísimo tramo que conduce hasta ellas le pareció el más largo y sinuoso camino por el que hubiera pasado jamás automóvil alguno.



Había recordado siempre haber tomado "Materva" con galleticas preparadas, y que Lourdes hacía buches de deleite con el gaseoso brebaje. Recordó de pronto que Isidoro las regañó con saña por colocar trozos de galletas de soda en la boca de la botella para recibir, en un solo golpe de sabor, refresco y galleta a modo de efervescente tostada inventada por las hermanas para su exclusivo goce bipersonal.

No pudo evitar que se le escapara una risa convulsiva que sacó, como un resorte, al gato Mauricio de la placidez de su sueño pospandreal. Doña Raquel María reía con cincuenta años menos, y disfrutaba, con inocente sadismo, la ira de Isidoro a quien ambas hermanas se complacían en mortificar como muestra excepcional de cariño.

Completamente sola  -ya Mauricio había encontrado en el comedor más pacífico refugio-, Raquelita comenzó a sentir en su boca el sabor de aquel engendro lunchero que era, para ella y Lourdes, verdadero bocatto di cardinale, y se transportó en el espacio y en el tiempo a la explanda que albergaba el rústico restorán campestre a la entrada de la cueva. Ahora no estaba recordando. Había rejuvenecido al punto de que sus oídos no traqueaban  al tragar, y la sensación de tener dos libras de algodón dentro de su cabeza había desaparecido para siempre. Raquelita saltaba de un lado para otro dentro de su trusita de dos piezas hasta que un mano adulta la condujo casi a la fuerza hasta un torniquete de bronce del que pudo colgarse por las manos doblando bien las rodillas para quedar suspendida en el aire mientras giraba hacia la entrada de la cueva y se desprendía para caer en cuclillas en lo alto de una empinada escalera que se le antojó la de incendios. Descendió con pericia, sintiendo tras ella las pisadas de Lourdes, bombero también, apresurada hacia el fuego de sus imaginaciones. Más atrás, las voces de los adultos que preguntaban y la del guía que respondía hasta alcanzar el punto en que sus respuestas se intersectaban con el discurso preparado de antemano para el que estaban bien marcados los matices interpretativos necesarios. Terminando la niña de apoyar el pie derecho en el último paldaño, el ímpetu del izquierdo devino un cuasi resbalón que Raquelita supo convertir, airosa, en paso de patinaje sobre hielo. ¿Quién iba a imaginar que al escarpado descenso sucedería otro similar pero más peligroso y atrayente? Ahora las "patinadoras" recordaban el vals de Strauss, tan manido en las clases de ballet, y continuaban su artística bajada hasta que un patinazo las sentó a una sobre la otra.

-- ¡Niñas! ¡Si siguen así, no las vamos a traer más!

La exclamación de Nena las salvaba del ridículo ante los miles de espectadores que las habían aclamado y las devolvía instantáneamente a la realidad. Pero, casi sin pestañar, ya Raquelita se estaba sumiendo en otra escena de cine en la cual eran ella y Lourdes las protagonistas indiscutibles. La voz del guía la condujo a ella sin querer:

-- A su izquierda, pueden contemplar esas perfectas estalagmitas donde aparecen, como esculpidas por maestro cincel, las figuras de Blanca Nieves y los siete enanitos del bosque...

Y Raquelita empieza, seguida por su hermana, a entonar:

-- ¡Jai jou, jai jou, a casa a descansar! Jai jou, jai jou, jai jou, a casa a descansar!...

Caminaba, humilde la princesa, seguida de Gruñón, caminaba, caminaba, cuando la voz del guía comenzó a narrar la historia de una turista americana que se metió por la boca de "ese túnel que ven allí" y no salió nunca más. Trocóse Blanca Nieves en la gringa Rachel Mary al soltar, para siempre, la mano de Gruñón y extasiarse ante una cueva negra y estrecha, ¡una cueva de verdad!, sin torniquete, ni escaleras, ni luces, ni guía... Su cuerpo se detuvo ante la cadena que cerraba el paso a los curiosos, pero su mente siguió deambulando dentro del túnel-cueva hechizada por el mundo que se abría tras él: cortinas, telones, retablos, icebergs, fiordos, columnas, dinosaurios, serpientes, gnomos, manos errantes, perfiles estáticos, aves exóticas, ciudades completas, escondrijos a pastos, laberintos pétreos, gélidos, húmedos, con su rubia cabellera flotando detrás de su cabeza llena de duendes y coleópteros estalagmíticos. Caminaba el espíritu de Rachel Mary túnel adentro mientras el cuerpo aterido de Raquelita era conducido por nuevos recovecos señalados por el guía que continuaba discurseando:

-- Y esto que ven arriba, a su derecha, se llama...

-- ¡El Nacimiento! --, adelantó, con fingido acento de gringa, la niña que, alucinada, continuó, -- Al fondo, podrán distinguir las figuras de la Virgen y el Niño; allá, el lucero; acá,  los pastores, y ¡los Reyes Magos con sus ofrendas!


-- Pero, ¡qué memoria tiene su hijita! -- exclamó extasiado el guía que había perdido el hilo de su discurso.

En este punto del recordar de pronto, vio doña Raquel María en la distancia la cara de asombro de su padre, y vio la duda reflejada en su rostro; observó, desde los años, a Raquelita, ingenua e inocente, buscando la mano de su hermana para continuar sus aventuras, y contempló a todos los presentes asintiendo mientras Isidoro, ya resuelto, afirmaba casi convencido:

-- ¡Qué memoria tiene mi hija! ¡Qué memoria, Dios mío!

Fue en este recordar recordando que a doña Raquel María Fons González se le reveló, desde sabe Dios qué extraño y remoto lugar, la cara de su madre, con "El Nacimiento" por fondo, musitando al oído de Isidoro;

-- Pero, viejo, ¡si es la primera vez que entramos en Las Cuevas de Bellamar!



martes, 15 de octubre de 2013


Juan Azafrán


Era la época de los descubrimientos. El hombre había crecido y comenzaba a descubrirlo todo. La mujer también había crecido. Pero los hombres no lo habían descubierto aún. ¡Faltaba tanto para eso!

Los hombres descubrían algo y le ponían su nombre para pasar a la Historia. Después, tuvieron que crear el Premio Nobel para que la Historia no se llenara de nombres extraños. Pero eso fue mucho después.

Juan Azafrán no era un descubridor. Se entretenía mirando al cielo y contemplando su inmensidad, cuando no trabajaba. Pero el rumor llegó a sus oídos sin quererlo. Entonces, ya no miró más al cielo. La inmensidad estaba aquí en la Tierra, y había que descubrirla.

Se pasó muchos años tratando de descubrir la inmensidad , gastando todo lo que ganaba en probetas, sustancias, maderas, cables y hornos.

Llegó a viejo sin darse cuente. Y cuando se vio frente a la muerte, pensó que no era justo que hubiese malgastado su vida. ¡Era la única que tenía!

Entonces, decidió engañar a todos y crear su propio descubrimiento para pasar, él también, a la Historia.

Agarró todo lo que había comprado y fabricó una cosa que se movía sin parar. Dijo que había descubierto el movimiento perpetuo. Se fue a la feria para mostrarlo. Todos quedaron asombrados.

Así, Juan Azafrán descubrió el invento.

Sandalias


Bajé las escaleras de la buhardilla para encontrarme con él en el cuarto. Traía sus sandalias en mis manos. Pero yo andaba descalza.

- ¿Por qué no te calzas mis sandalias?- me dijo.

- No sé- le respondí, -¡y tengo los pies tan fríos! Tus sandalias siempre me gustaron más que todo.

- Entonces, póntelas.

- No puedo, hay una fuerza en ellas que no me deja meter mis pies. No quieren que yo las calce. Pero las tenía en mis manos. Comencé a aplaudir con ellas. Tlap, tlap, tlap, sonaban. Entonces se me salieron de las manos volando. ¡Tenían alas! ¿Adónde irán? Se perdían en el cielo después de haberse escapado por la ventana.

- Y ahora, Mercurio, ¿qué piensas hacer?

lunes, 14 de octubre de 2013


Sueño



Soñé que vivía. Andaba por las arenas con mi vestido blanco y mi cara cubierta por un velo. Los hombres venían a buscarme para meterme a la casa.

—Sabes que no puedes andar por ahí caminando. Las mujeres están cociendo el barro, preparando las ollas para guardar el grano.

—Lo sé. Yo también lo estaba haciendo. Sólo he tomado un receso. ¡Miren mis manos! Están impregnadas de barro. Ya voy a regresar. ¿Por qué no puedo salir a ver el azul del cielo? Me gusta tanto el cielo.

Entonces me capturaron y me encerraron en aquel cuarto oscuro desde donde no podía ver el cielo. Estuve días sin comer. A pura agua. Y morí.

Me clavaron miles de agujas por todas partes. ¡Hasta en los ojos! Me estaban embalsamando. Así querían mantenerme por los siglos de los siglos, para que un inglés viniese a descubrir mi momia y me llevara para el museo Británico.

Por culpa de ellos no he podido mirar más nunca el cielo. ¡Si me hubiesen enterrado ya estaría allí!

De cualquier modo, nadie puede evitar que a veces sueñe que estoy viva. Entonces, vuelvo a ver aquel, mi cielo egipcio, teñido por el sol anaranjado del desierto.







Ícaro
  ¡Joder!—, gritó. 
Tres gotas de cera surcaban su rostro.


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Enojo celestial
— ¡Fiat caos!— gritó. Y fue el final.

El crítico
Redujo mi cuento a la perfección del punto.

Final inesperado
El asesino era el autor de la novela.

El escritor
Puso punto final y murió extenuado del esfuerzo.

domingo, 13 de octubre de 2013



Quiso tapar el sol con un dedo
Pero no pudo, porque se quemó.

CUENTOS DE ANTAÑO
(Los cuento como me los contaron o como los recuerdo)

 1
Este cuento es de un personaje remediano (de Remedios, Las Villas), llamado don Pedro. Se los cuento tal y como mi mamá me lo contó.
Por fines de los años 30, don Pedro fue a La Habana y quiso comer en un buen restaurante. En esa época estaba de moda el Miami, de Prado y Neptuno. Así que don Pedro fue allí y se sentó en la mejor mesa que encontró.
El camarero le trajo el menú y le dio tiempo para estudiarlo. Al rato, volvió a aparecer y preguntó a don Pedro si ya quería ordenar.
- Sí, señor. Mire, tráigame una sopa de pollo y un consomé.
- Disculpe-, dijo el camarero en tono cortés. El consomé también es una sopa, señor.
A lo que don Pedro respondió muy airado:
- Don Pedro se toma una sopa, dos sopas y todas las sopas que don Pedro quiera tomarse.
Por eso, en mi casa, cuando alguien quería comerse algo que no pegaba ni con cola, decía " Don Pedro se toma una sopa, dos sopas y todas las sopas que don Pedro quiera tomarse."


2
Les cuento esta historia tal como me la contó mi mamá.
Blanca Molina era una amiga de mi Tía Luisa, de Tía Mamilla, de mi mamá, de Tía Pilo, y de toda la familia. Nació a principios del siglo pasado, y era todo un personaje remediano (de Remedios, Las Villas). No era bonita de cara, pero tenía buen cuerpo y se veía interesante. Lo que sí era muy cómica: todo lo que salía de su boca hacía reír. Le salían las palabras con una naturalidad que metía miedo. Un día, cuando tenía como 20 años de edad, se vistió con un vestido blanco de lunares negros y negro de lunares blancos, en una hermosa combinación. Llegó al cine de Remedios, caminó resuelta hacia la platea, y, de pronto, se vio ante un espejo enorme que había en la entrada. Vio una figura femenina que la impactó:
-¡Qué mujer tan elegante-, exclamó.
-¡Ay, coño, si soy yo!
Y siguió caminando como si nada.


3

Otro de Blanca Molina. Lo cuento tal como me lo contó mi mamá.

Como les conté, Blanca era, por sobre todo, espontánea. No medía lo que decía, ni calculaba sus consecuencias. Su hermana Rosa era maestra de primaria, y daba clases de español en su casa. Un día don Rosendo, un remediano contemporáneo con ellas, pasó por casa de Rosa y le pidió un peso prestado para completar el dinero de su pasaje para ir a Morón a visitar a su familia. Rosa se lo dio, a pesar de que la situación económica era precaria. Y pasaba el tiempo sin que don Rosendo le devolviera a Rosa su dinero.
Un día, Blanca llegó a casa de Rosa mientras esta daba una clase a un grupo de alumnos. Blanca se paró frente al pizarrón y leyó en voz alta la oración que Rosa había escrito para sus alumnos:
"Don Rosendo fue a Morón".
Y con la misma, exclamó sin pensarlo:
"Y a Rosa le llevó un pesón." (aumentativo de "peso", por supuesto)

Esa era Blanca.


4

Este cuento no es de Remedios ni de mi familia materna. Es de Vueltas, también en Las Villas, y corresponde a mi familia paterna. Lo escribo tal y como me lo contó mi papá.

Mi abuela paterna murió muy joven, cuando sus hijos eran pequeñitos, de modo que mi abuelo, Buenaventura, se quedó a cargo de dos varones y una niña. El mayor era mi papá; luego venía mi tío Bernardo, y, por fin, Tía Ana, la menor.
Un día, don Wenceslao, tío de mi padre, invitó a mi abuelo y sus tres hijos a almorzar a su casa —una de las pocas, si no la única, de dos pisos en todo el pueblo de Vueltas. Wenceslao era rico y, como todo rico, era bastante conservador con su dinero, por no decir tacaño. Todo en su casa era muy augusto, tal como el carácter del viejo tío. Por eso, mi abuelo les advirtió a sus hijos que se comieran toda la comida sin chistar y que no hicieran comentario alguno al respecto.
Todo fue de maravillas, hasta que llegó el postre. Mi tío Bernardo recibió su porción de dulce de guayaba con queso, pero su lasquita de queso era sumamente delgada, lo que le produjo una gran frustración. Al no poder comentar sobre la comida, levantó su lasquita de queso, se la colocó frente a los ojos, y exclamó:
—Papá, ¡te veo!

A partir de esa historia, cuando algo de comer nos resulta poco, siempre decimos “esto es de papá te veo”.

 5

Este cuento es de Tío Gastón. Lo cuento tal y como mi mamá me lo contó.

Tío Gastón era, como todos saben, un personaje muy especial. Una de sus características era que repetía las cosas muchas veces hasta convertirlas en frases célebres. Muchas de sus frases se quedaron grabadas en los miembros de la familia que convivían con él.
Él vivía en Remedios, en Pi y Margal 4, y en una casa que se comunicaba con la suya por el traspatio, vivían nuestros abuelos Tita y Tito. En un momento, Tita y Tito se mudaron para Caibarién, me imagino que por razones de trabajo de Tito. Entonces, Tía Carmela y Tío Gastón iban los fines de semana a almorzar a casa de Tita y Tito en Caibarién.
En Remedios, Tía Carmela tenía una cocinera llamada Yeya, y, en Caibarién, Tita tenía una cocinera llamada Pastora (a Pastora yo la conocí años después).
Cada domingo, sin faltar uno, Tío Gastón se sentaba a la mesa de Tita y decía:
-Amigos, Pastora hace la sopa mejor que Yeya. ¿Ya leyeron los muñequitos de Ferodente (personaje de las tiras cómicas del periódico dominical)?
De modo que por muchos años, nuestros padres se sentaban a la mesa y repetían aquella frase sin que viniera al caso, sólo por recordar a Tío Gastón:
-Amigos, Pastora hace la sopa mejor que Yeya. ¿Ya leyeron los muñequitos de Ferodente?
Quizás alguno de ustedes también la oyó alguna vez. Yo la oía a cada rato cuando Pastora cocinaba. Entonces, Tita se había ido a vivir a La Habana y Pastora se había convertido en la cocinera de Tío Gastón.

 6

Otro de Blanca Molina, como me lo contó mi mamá:

Allá por los años 30 (creo) se pusieron de moda en La Habana las pajitas absorbentes para tomar refrescos. Entonces las fabricaban de cartón y las recubrían con cera.

Un día a Blanca la invitó una amiga, a la que le decían “Niña Pando”, al restaurant Miami, de Prado y Neptuno, a tomar una soda, que era, en Cuba, una deliciosa combinación de helado con agua de seltz. Las amigas, pidieron una soda de chocolate cada una y se sentaron a conversar mientras absorbían la exquisita bebida buchito a buchito.

Pero en eso, a Blanca se le dobló la pajita, y, como ella era nueva en el asunto, pensó que esta se había roto irremediablemente. Sin saber qué hacer y muy nerviosa, exclamó en un temblor:

-Niña Pando, ¡suelta un peso y huye, que he roto el tubo!

 7

Este cuento es de Tía Pilo, la hermana menor de mi mamá y mi madrina.

Un día, cuando todavía estaba soltera y vivía en Caibarién, salió a pasear con la que luego sería su cuñada, Elita Portu, por el Paseo del Prado.
Cuando regresaban a la casa, se encontraron que un chivo, que sacaban a pastar al Paseo, estaba suelto allí, y recordaron que al chivo le gustaba dar cornadas.
Trataron de pasar por al lado del chivo sin que este se percatara, pero el intento fue fallido, y el chivo salió disparado a cornearlas.
Entonces las dos muchachas se pegaron de frente a la pared de una casa, y el chivo comenzó a cornearlas por el trasero.
La jóvenes esperaban que el chivo se cansara o que alguien apareciera a socorrerlas, pero nada.
Entonces, Elita le dice a Tía Pilo:
-Oye, Pilo, ¡al chivo le gusta, al chivo le gusta!
Y así fue que se hizo famosa esta frase en mi familia. Cuando alguien hace alguna cosa repetidamente, todos exclaman: “Oye, Pilo, ¡al chivo le gusta!”

 8

Este es un cuento de Caibarién. Ocurrió cuando yo era pequeñita. Lo cuento tal como me viene a la memoria.
En Caibarién había una señora, parienta de los Portu, creo, llamada Cristina, como yo. Resulta que Cristina hacía unos dulces muy sabrosos, pero no le gustaba dar las recetas porque quería mantener la exclusividad.
Un día, creo que para el cumpleaños de Martín Portu (el papá de Tío Tao), hizo un cake delicioso, y Tía Pilo y mi mamá le pidieron la receta. Entonces, Cristina les dijo:
-Pues lleva harina, huevos, azúcar, chocolate, mantequilla…. Y, así, siguió listando los ingredientes hasta terminar.
Tía Pilo, entonces le preguntó:
-¿Y cuánta harina?
Y Cristina:
-No importa, mientras más, mejor.
Y mi mamá:
-¿Y cuántos huevos?
Y de nuevo:
-No importa, mientras más, mejor.
Y así sucesivamente.

De tal modo que en mi casa, cuando alguien pregunta por una receta, le decimos los ingredientes y, luego la frase célebre: “No importa, mientras más mejor”.

 9

Este cuento es de un bobo de Remedios llamado Cirilo. Lo cuento tal y como nos lo contó Josefa, la manejadora de mi hermana.

Cirilo vivía con su familia, pero la persona más cercana a él era su abuela. Un día su abuela tuvo que ir al Escambray a visitar a un pariente que estaba enfermo. Como el viaje era largo y, después de bajarse del ómnibus había que andar un tramo a caballo, la señora decidió pasar unos días allí antes de regresar a su casa.
Cirilo llamó a un amigo y le pidió que le sacara una foto para mandársela a su abuela. Se paró, muy artísticamente, al lado de un muro antiguo cubierto de yedra, pero, cuando el amigo fue a tomar la foto, gritó:
-Espérate, espérate-, y se escondió detrás del muro.
-Ahora, saca la foto-, exclamó.
-Pero, Cirilo, si estás tapado por el muro…
-No importa-, respondió, -cuando la foto llegue, yo salgo y le doy la sorpresa a mi abuelita.

 10

Este cuento es de unos primos españoles de mi mamá que vinieron a Cuba por primera vez por los años 30, creo. Lo narro tal y como mi mamá me lo contó.

Creo que todos ustedes saben que España, en los años 30 del siglo pasado, era uno de los países más atrasados de la Europa Occidental. Estos primos de mi madre vivían en una aldea española, cuyo nombre no recuerdo.

El caso es que llegaron a La Habana a pasar un tiempo con la familia cubana, y, por supuesto, los invitaron a la fuente de sodas a tomar refrescos y helados.

Todos pidieron helados de sus sabores preferidos, y, además, coca cola o gaseosa de limón. Entonces, les trajeron las sodas en unos vasos enormes llenos de hielo frappé con sus respectivos absorbentes.

Los miembros de la familia cubana empezaron amover la soda con el absorbente para que se enfriara bien, y los primos españoles hicieron lo mismo. De pronto, uno de ellos se volteó para su padre y preguntó muy asombrado:

 —Papá ¿qué son esas pedruquinas?—, refiriéndose a los hielitos del refresco.

Pues en la aldea, todavía no habían descubierto el hielo para enfriar las bebidas.

Los cubanos se rieron mucho, y mi mamá nos hacía este cuento a cada rato cuando tomábamos coca cola en la barra del tencén.

11

Es un cuento de mi abuela, Tita, y su hermana, Tía Carmela. Lo cuento tal como mi mamá me lo contó.

Resulta que mi abuela tita fue a Remedios a pasar unos días con su hermana. Las dos se parecían muchísimo. Si no las conocías bien, eran difíciles de identificar.
Mi abuela se dio un baño matutino y se sentó en el sillón de su hermana en el ventanal de la sala que daba a la calle. Así podía ver a todo el que pasaba por ahí.
Pasó un hombre y le dijo:
-Buenos días, Doña Carmela.
Y mi abuela:
-Buenos días.
Luego un chino que vendía calabacitas chinas:
-Hola, doña Carmela.
-Hola.
Después, una señora que venía de misa:
-Adiós, doña Carmela.
Y Tita:
-Adiós.
Y, al fin, un pordiosero:
- Doña Carmela, ¿me presta un real?
- No, yo no soy doña Carmela.

 12

Este cuento es de tío Gastón. Lo cuento tal y como lo recuerdo.

Cuando iba a La Habana, a tío Gastón le encantaba ir a la playa de Marianao en tranvía. Creo que lo que más le gustaba era que al pasar el puente del Río Almendares, yendo desde El Vedado, había que pagar 2 centavos adicionales a los 3 centavos que costaba el viaje normal.

Una vez, nos llevó a Tavito, Tete, Lourdes y a mí en su aventura playera. Varios tranvías viajaban a la playa, y tomamos el I-4, que fue el primero que apareció con el letrero de Playa. Al llegar al puente, tío Gastón nos dio 2 centavos a cada uno para que compráramos el ticket de pasar el puente, y nos explicó su importancia.

Llegamos a la playa casi una hora después, nos paseamos por la arena, y nos dispusimos a regresar a tiempo para el almuerzo.

En el paradero, tío Gastón buscó el tranvía I-4, y nos subimos todos con un Orange Crush en las manos para calmar la sed.

¡Cuál no sería su sorpresa al comprobar que el I-4 no regresaba por la misma ruta de ida y que habíamos ido a parar a la terminal de trenes, cerca del puerto! Eso nos obligó a pagar de nuevo el pasaje para regresar al Vedado, ya tarde para el almuerzo.

Al llegar, sólo le comentó a mi mamá lo sucedido y permaneció callado todo el almuerzo.

Pasaron los días, y otra vez, salió para ir a visitar a unos amigos. Estaba con Pepe Menéndez (El Marqués), en la parada de L y 27, cuando ve aproximarse el I-4.

Se volteó hacia el tranvía y le gritó:

— ¡Que te compre quien no te conozca!

El Marqués luego hizo el cuento y todos nos echamos a reír.

 13

Este cuento es de tío Gastón. Lo cuento como mi mamá me lo contó. Quien conoció a tío Gastón se lo puede imaginar: genio y figura.

Corría el año 1935 (o 36), y en el cine de Remedios estrenaron la última película de Gardel Tango bar.

Como a tío Gastón le encantaba Gardel fue a ver la película el mismo día que la estrenaron. Tía Carmela no pudo ir por algún motivo no especificado, así que tío Gastón fue solo a verla.

Al regresar, llegó cantando “Por una cabeza”… (El lector debe imaginarse la música.) Pero el caso es que sólo cantaba esa línea y la repetía constantemente con muy buena afinación.  Así pasó lo que restaba de la noche hasta que se durmió.

Al otro día, amaneció cantando la línea, y, cuando la había repetido como 20 veces, tía Carmela no pudo más y le dijo:

     ¡Gastón, por favor, canta otro pedacito de la canción, porque ya me tienes loca con eso de por una cabeza!

A lo que tío Gastón respondió:

—Bueno, Carmela, esta noche iré al cine a aprenderme otra línea, porque eso fue lo único que me pude aprender ayer.

14 

Un cuento de Tío Lelén

Corría el mes de diciembre de 1958. Mi papá había traído a vivir a mi casa a tío Lelén porque en Las Villas la situación estaba muy grave con la batalla de Yaguajay y la toma de Santa Clara. También vivía en mi casa mi primo Bonifacio, el hijo de Wenceslao, quien andaba huyendo de la policía de Batista después de haber volado un puente por aquellas tierras villaclareñas.

A pesar de los tiros, las bombas, los muertos, y todo lo que anunciaba el pronto fin de la dictadura, el 3 de diciembre se celebró el Día del Médico, como era costumbre. Los pacientes no estaban dispuestos a pasar por alto la fecha, sin reconocer el trabajo de quienes los mantenían saludables y felices.

En mi casa era jolgorio total. Desde tempranas horas, el timbre de la puerta sonaba sin parar: pacientes agradecidos, mensajeros, choferes de las tiendas más famosas de La Habana traían regalos de todo tipo para mi padre, quien se había ganado una reputación de envergadura como médico general y tisiólogo. Aparte de efectos electrodomésticos; pañuelos bordados; adornos de porcelana, cristal fino, madera y mármol; maletines de cuero labrado; billetes de lotería; joyas varias y otros objetos inimaginables, cada cierto lapso tocaba el mensajero de La Gran Vía con un Súper Cake. Mi hermana Lourdes y yo nos matábamos para ganarle a toda la familia y abrir la puerta.

—Mami, ¡Otro cake!—, gritábamos.

Hasta la cuenta de 45, que fue el total de súper cakes recibidos ese año. ¡Y a cada cual más bonito y apetitoso!

Con la experiencia del pasado año, en que los cakes llegaron a ser 37, mi papá había comprado un enorme freezer de seis pies de alto para congelarlos y tener postre todos los días del año.

Después de ese día, en las noches, cada vez más peligrosas, se organizaba en el comedor un juego de lotería que a veces duraba hasta el amanecer. Jugaban mis padres, tío Lelén, Bonifacio, las 3 empleadas domésticas, Lourdes y yo. Pero según nos entraba sueño, nos íbamos yendo a la cama después de comer un buen trozo del cake de turno. Así que el “cartón lleno” a veces se jugaba con sólo tres personas.

—¡Qué rico está este cake!— exclamaba Bonifacio.

—¡Verdad que La Gran Vía hace tremendos postres!—, decía mi mamá.

—¡Gracias a mi súper freezer podemos comer súper cake todos los días!—, se ufanaba mi padre.

A veces nos aburríamos de un cake y pedíamos sacar uno nuevo.

—¡Por favor, queremos el cake de nata!

—¡Hay que comerse primero el de chocolate! ¡Esperen a que se acabe!

—No, no, ¡el de nata! ¡el de nata!

Y en eso, tío Lelén irrumpió en la escena con la frase más famosa de la historia:

—¡El que se acueste primero se tiene que comer el cake de chocolate!

Esa noche, todos jugamos “cartón lleno” y tuvieron que darnos cake de nata a todos. El trozo de chocolate que quedaba fue a dar a la basura.