¡Qué memoria!
a mi
padre
En esa etapa de la vida que nos
deleitamos en llamar con un eufemismo
"madurez", cuando aún somos capaces de desplegar euforia y energía
con esfuerzos inconscientes, ciertos síntomas subrepticios de naturaleza dudosa
se empeñan en clarinetearnos la cercanía de la rechazada tercera edad. El
primero es, quizás, la presbicia; los cada día más frecuentes fallos de la
memoria le siguen los pasos con premura. No obstante, la nunca suficientemente
temida vejez parece compensarnos con rafagazos frecuentes de recuerdos que nos
presentan, como en un cinematógrafo interior, pedazos de pasado olvidados hasta
entonces. Pero hay aún sorpresas mayores: entre los recuerdos añosos que
emergen desde adentro pueden, en exclusiva ocasión, raptarnos desde afuera unos
sin nombre a los que me permito llamar aquí revelaciones en pro de mi relato.
Así, a los cincuentitantos años, no es lo mismo haber recordado siempre que
recordar de pronto, como ninguna de las susodichas variantes se parece siquiera
a tener una revelación. En esta mi historia, hay memoria dentro de la memoria y
revelación dentro de la revelación. Y, ¡créanme! no es un simple juego de
palabras. ¿Seré capaz de hacérselos entender?
La señora Raquel María Fons González,
cubana de pura cepa, sincrética y transculturada, de antecedentes matanceros y
habanera de cuna, había tenido de pequeña una memoria fabulosa. Y su padre
quiso conservársela, estimulándola a ejercitarla de continuo. No era una
memoria monstruosa, pero sí privilegiada, y buena parte de sus éxitos escolares
y académicos estuvieron apuntalados por el eco de una frase de su infancia
repetida indiscriminadamente por sus familiares a lo largo de su niñez:
-- ¡Qué memoria tiene esta niña! --,
solía escucharse cada vez que Raquelita recordaba el nombre y los dos apellidos
de algún conocido ocasional o recitaba un interminable poema en inglés o
rectificaba el orden real de sucesos de la historia matancera que, por remotos,
habían ido adquiriendo extrañas concatenaciones en las mentes de sus
protagonistas.
A veces Raquelita solía recordar cosas de
las que nadie se acordaba, y, cuando algún bisabuelo sobreviviente confirmaba
la veracidad de sus narraciones, cualquiera de los presentes exclamaba sin
pensarlo:
-- ¡Qué memoria!
Sentada en su mullido butacón predilecto,
la señora Raquel María quiso probar una vez más el poder de su memoria, ahora
que ya se había jubilado y no estaba obligada a "archivar"
informaciones inútiles en su mente serena. Se dispuso, pues, a recordar, y
eligió para ello el incidente que había provocado la frase de sus seguridades infantiles.
Supo así que siempre había recordado el
día en que habían visitado las "Cuevas de Bellamar" con el tisiólogo
mexicano Roberto Bermúdez y Castillo. Recordó de pronto que iba sentada detrás
de su padre en el recién comprado Packard verde todavía oloroso a vidriera y a
aire acondicionado; que su madre le había cedido a Lourdes la ventanilla
derecha para que las hermanas no sintieran discriminación en el trato; que
disfrutaban las vacaciones navideñas, y que un espíritu de magia y aventuras
las envolvía cuando entonaba los villancicos tantas veces ensayados en la
escuela.
Había recordado siempre que habían
tomado, casi de madrugada, por la Carretera Central, porque la Vía Blanca ni
soñaba todavía con ser diseñada por gobernante o ingeniero alguno. Recordó de
pronto la neblina entreverada con rayos de sol bajo los ficus arqueados del
camino y el olor dulce y húmedo del aguinaldo y de las clavellinas de cercas y
jardines que, en fuga, parecían despedirse de ellos en sentido contrario.
Había recordado siempre que comían un pan
abizcochado y fusiforme cuyas migajas no podrían, bajo ningún concepto, ir a
adornar las alfombras del Packard. Recordó de pronto que ese pan se compraba en
Jamaica, que entonces no era para ella otro país, como lo es ahora, sino un
poblado despoblado, aunque limpio, y tan recto como la carretera que lo
atravesaba.
Había recordado siempre que, como cada
vez que llegaban a Catalina de Güines, habían tenido que comprar butifarras y
cantar cierta canción alusiva a un tal "Congo" que le echaba salsita
a los bien sazonados embutidos. Recordó de pronto la fachada azul del
establecimiento que se modernizaba con los años y que le llegó a parecer, en
sus percepciones infantiles, la versión criolla de las cafeterías "Howard
Johnson" ya inexistentes en los Estados Unidos.
Había recordado siempre Madruga porque
allí había nacido Cora, su niñera. Recordó de pronto la alegría de sus calles,
el colorido de sus casitas, el bullicio de sus gentes, más extrovertidas que en
otros lugares de la Isla.
Había recordado siempre cierta ermita en
lo alto de una loma a la que solían subir para contemplar imágenes de santos, o
en peregrinación si su abuela los acompañaba en la empresa. Recordó de pronto
que la ermita estaba de alguna forma relacionada con el valle del Yumurí, y que
para llegar a ella había que hacer un tremendo rodeo que nunca se consideraba
una pérdida de tiempo. Ocurría, en este viaje en particular, que había que
compensar al doctor Bermúdez por los equilibrios de acróbata aficionado que se
había visto forzado a realizar cierta vez para que Isidoro, padre de Raquel
María, de visita en Yucatán en ocasión del "Congreso Panamericano de
Tisiología" de 1949, pudiese trepar hasta la cima de una pirámide de
Chichén Itzá y desde allí, contemplar el anchuroso paisaje de la famosa
península mexicana.
Había recordado siempre -porque para eso todavía funcionaba en su
casa un oxidado proyector de cine de ocho milímetros- que su padre filmaba cuanto gesto simiesco se
les ocurriera "monear" a ella o a Lourdes mientras se mecían en los
columpios del parque infantil del patio de la ermita, que tenía más que ver en
su memoria con la esencia del paseo que la cabellera de bucles del San Juan que
se erguía en uno de sus altares. Recordó de pronto que su madre llevaba en la
cartera un velo negro y dos velitos blancos para posarlos sobre las tres
cabezas femeninas en el caso de que la religiosa ocasión se presentara.
Había recordado siempre que, cuando
atravesaban Matanzas, no la provincia sino la "Atenas", Isidoro
recitaba una décima cargada de blasfemias sobre la ciudad, un mono, un telón y
el nunca bien ponderado "Pan", que, a pesar de sus groserías,
aparecía como ejemplo de perfección literaria en los libros de Literatura
Preceptiva (¡Ya nadie debe acordarse de eso!) y, por ello, podía ser repetida
en cualquier situación propicia siempre que se especificara su importancia
literaria. Recordó de pronto que el día
de marras, después de numerosos giros de timón, llegaron a una carreterita bien
estrecha en cuya entrada todavía hoy se divisa un coloreado cartel de latón que
reza, con letras de abuelas, CUEVAS DE BELLAMAR, y que el pequeñísimo tramo que
conduce hasta ellas le pareció el más largo y sinuoso camino por el que hubiera
pasado jamás automóvil alguno.
Había recordado siempre haber tomado
"Materva" con galleticas preparadas, y que Lourdes hacía buches de
deleite con el gaseoso brebaje. Recordó de pronto que Isidoro las regañó con
saña por colocar trozos de galletas de soda en la boca de la botella para
recibir, en un solo golpe de sabor, refresco y galleta a modo de efervescente
tostada inventada por las hermanas para su exclusivo goce bipersonal.
No pudo evitar que se le escapara una
risa convulsiva que sacó, como un resorte, al gato Mauricio de la placidez de
su sueño pospandreal. Doña Raquel María reía con cincuenta años menos, y
disfrutaba, con inocente sadismo, la ira de Isidoro a quien ambas hermanas se
complacían en mortificar como muestra excepcional de cariño.
Completamente sola -ya Mauricio había encontrado en el comedor
más pacífico refugio-, Raquelita comenzó a sentir en su boca el sabor de aquel
engendro lunchero que era, para ella y Lourdes, verdadero bocatto di cardinale,
y se transportó en el espacio y en el tiempo a la explanda que albergaba el
rústico restorán campestre a la entrada de la cueva. Ahora no estaba
recordando. Había rejuvenecido al punto de que sus oídos no traqueaban al tragar, y la sensación de tener dos libras
de algodón dentro de su cabeza había desaparecido para siempre. Raquelita
saltaba de un lado para otro dentro de su trusita de dos piezas hasta que un
mano adulta la condujo casi a la fuerza hasta un torniquete de bronce del que
pudo colgarse por las manos doblando bien las rodillas para quedar suspendida
en el aire mientras giraba hacia la entrada de la cueva y se desprendía para
caer en cuclillas en lo alto de una empinada escalera que se le antojó la de
incendios. Descendió con pericia, sintiendo tras ella las pisadas de Lourdes,
bombero también, apresurada hacia el fuego de sus imaginaciones. Más atrás, las
voces de los adultos que preguntaban y la del guía que respondía hasta alcanzar
el punto en que sus respuestas se intersectaban con el discurso preparado de
antemano para el que estaban bien marcados los matices interpretativos
necesarios. Terminando la niña de apoyar el pie derecho en el último paldaño,
el ímpetu del izquierdo devino un cuasi resbalón que Raquelita supo convertir,
airosa, en paso de patinaje sobre hielo. ¿Quién iba a imaginar que al escarpado
descenso sucedería otro similar pero más peligroso y atrayente? Ahora las
"patinadoras" recordaban el vals de Strauss, tan manido en las clases
de ballet, y continuaban su artística bajada hasta que un patinazo las sentó a
una sobre la otra.
-- ¡Niñas! ¡Si siguen así, no las vamos a
traer más!
La exclamación de Nena las salvaba del
ridículo ante los miles de espectadores que las habían aclamado y las devolvía
instantáneamente a la realidad. Pero, casi sin pestañar, ya Raquelita se estaba
sumiendo en otra escena de cine en la cual eran ella y Lourdes las
protagonistas indiscutibles. La voz del guía la condujo a ella sin querer:
-- A su izquierda, pueden contemplar esas
perfectas estalagmitas donde aparecen, como esculpidas por maestro cincel, las
figuras de Blanca Nieves y los siete enanitos del bosque...
Y Raquelita empieza, seguida por su
hermana, a entonar:
-- ¡Jai jou, jai jou, a casa a descansar!
Jai jou, jai jou, jai jou, a casa a descansar!...
Caminaba, humilde la princesa, seguida de
Gruñón, caminaba, caminaba, cuando la voz del guía comenzó a narrar la historia
de una turista americana que se metió por la boca de "ese túnel que ven
allí" y no salió nunca más. Trocóse Blanca Nieves en la gringa Rachel Mary
al soltar, para siempre, la mano de Gruñón y extasiarse ante una cueva negra y
estrecha, ¡una cueva de verdad!, sin torniquete, ni escaleras, ni luces, ni
guía... Su cuerpo se detuvo ante la cadena que cerraba el paso a los curiosos,
pero su mente siguió deambulando dentro del túnel-cueva hechizada por el mundo
que se abría tras él: cortinas, telones, retablos, icebergs, fiordos, columnas,
dinosaurios, serpientes, gnomos, manos errantes, perfiles estáticos, aves
exóticas, ciudades completas, escondrijos a pastos, laberintos pétreos,
gélidos, húmedos, con su rubia cabellera flotando detrás de su cabeza llena de
duendes y coleópteros estalagmíticos. Caminaba el espíritu de Rachel Mary túnel
adentro mientras el cuerpo aterido de Raquelita era conducido por nuevos
recovecos señalados por el guía que continuaba discurseando:
-- Y esto que ven arriba, a su derecha,
se llama...
-- ¡El Nacimiento! --, adelantó, con
fingido acento de gringa, la niña que, alucinada, continuó, -- Al fondo, podrán
distinguir las figuras de la Virgen y el Niño; allá, el lucero; acá, los pastores, y ¡los Reyes Magos con sus
ofrendas!
-- Pero, ¡qué memoria tiene su hijita! --
exclamó extasiado el guía que había perdido el hilo de su discurso.
En este punto del recordar de pronto, vio
doña Raquel María en la distancia la cara de asombro de su padre, y vio la duda
reflejada en su rostro; observó, desde los años, a Raquelita, ingenua e
inocente, buscando la mano de su hermana para continuar sus aventuras, y
contempló a todos los presentes asintiendo mientras Isidoro, ya resuelto, afirmaba
casi convencido:
-- ¡Qué memoria tiene mi hija! ¡Qué
memoria, Dios mío!
Fue en este recordar recordando que a
doña Raquel María Fons González se le reveló, desde sabe Dios qué extraño y
remoto lugar, la cara de su madre, con "El Nacimiento" por fondo,
musitando al oído de Isidoro;
-- Pero, viejo, ¡si es la primera vez que
entramos en Las Cuevas de Bellamar!
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