domingo, 13 de octubre de 2013


CUENTOS DE ANTAÑO
(Los cuento como me los contaron o como los recuerdo)

 1
Este cuento es de un personaje remediano (de Remedios, Las Villas), llamado don Pedro. Se los cuento tal y como mi mamá me lo contó.
Por fines de los años 30, don Pedro fue a La Habana y quiso comer en un buen restaurante. En esa época estaba de moda el Miami, de Prado y Neptuno. Así que don Pedro fue allí y se sentó en la mejor mesa que encontró.
El camarero le trajo el menú y le dio tiempo para estudiarlo. Al rato, volvió a aparecer y preguntó a don Pedro si ya quería ordenar.
- Sí, señor. Mire, tráigame una sopa de pollo y un consomé.
- Disculpe-, dijo el camarero en tono cortés. El consomé también es una sopa, señor.
A lo que don Pedro respondió muy airado:
- Don Pedro se toma una sopa, dos sopas y todas las sopas que don Pedro quiera tomarse.
Por eso, en mi casa, cuando alguien quería comerse algo que no pegaba ni con cola, decía " Don Pedro se toma una sopa, dos sopas y todas las sopas que don Pedro quiera tomarse."


2
Les cuento esta historia tal como me la contó mi mamá.
Blanca Molina era una amiga de mi Tía Luisa, de Tía Mamilla, de mi mamá, de Tía Pilo, y de toda la familia. Nació a principios del siglo pasado, y era todo un personaje remediano (de Remedios, Las Villas). No era bonita de cara, pero tenía buen cuerpo y se veía interesante. Lo que sí era muy cómica: todo lo que salía de su boca hacía reír. Le salían las palabras con una naturalidad que metía miedo. Un día, cuando tenía como 20 años de edad, se vistió con un vestido blanco de lunares negros y negro de lunares blancos, en una hermosa combinación. Llegó al cine de Remedios, caminó resuelta hacia la platea, y, de pronto, se vio ante un espejo enorme que había en la entrada. Vio una figura femenina que la impactó:
-¡Qué mujer tan elegante-, exclamó.
-¡Ay, coño, si soy yo!
Y siguió caminando como si nada.


3

Otro de Blanca Molina. Lo cuento tal como me lo contó mi mamá.

Como les conté, Blanca era, por sobre todo, espontánea. No medía lo que decía, ni calculaba sus consecuencias. Su hermana Rosa era maestra de primaria, y daba clases de español en su casa. Un día don Rosendo, un remediano contemporáneo con ellas, pasó por casa de Rosa y le pidió un peso prestado para completar el dinero de su pasaje para ir a Morón a visitar a su familia. Rosa se lo dio, a pesar de que la situación económica era precaria. Y pasaba el tiempo sin que don Rosendo le devolviera a Rosa su dinero.
Un día, Blanca llegó a casa de Rosa mientras esta daba una clase a un grupo de alumnos. Blanca se paró frente al pizarrón y leyó en voz alta la oración que Rosa había escrito para sus alumnos:
"Don Rosendo fue a Morón".
Y con la misma, exclamó sin pensarlo:
"Y a Rosa le llevó un pesón." (aumentativo de "peso", por supuesto)

Esa era Blanca.


4

Este cuento no es de Remedios ni de mi familia materna. Es de Vueltas, también en Las Villas, y corresponde a mi familia paterna. Lo escribo tal y como me lo contó mi papá.

Mi abuela paterna murió muy joven, cuando sus hijos eran pequeñitos, de modo que mi abuelo, Buenaventura, se quedó a cargo de dos varones y una niña. El mayor era mi papá; luego venía mi tío Bernardo, y, por fin, Tía Ana, la menor.
Un día, don Wenceslao, tío de mi padre, invitó a mi abuelo y sus tres hijos a almorzar a su casa —una de las pocas, si no la única, de dos pisos en todo el pueblo de Vueltas. Wenceslao era rico y, como todo rico, era bastante conservador con su dinero, por no decir tacaño. Todo en su casa era muy augusto, tal como el carácter del viejo tío. Por eso, mi abuelo les advirtió a sus hijos que se comieran toda la comida sin chistar y que no hicieran comentario alguno al respecto.
Todo fue de maravillas, hasta que llegó el postre. Mi tío Bernardo recibió su porción de dulce de guayaba con queso, pero su lasquita de queso era sumamente delgada, lo que le produjo una gran frustración. Al no poder comentar sobre la comida, levantó su lasquita de queso, se la colocó frente a los ojos, y exclamó:
—Papá, ¡te veo!

A partir de esa historia, cuando algo de comer nos resulta poco, siempre decimos “esto es de papá te veo”.

 5

Este cuento es de Tío Gastón. Lo cuento tal y como mi mamá me lo contó.

Tío Gastón era, como todos saben, un personaje muy especial. Una de sus características era que repetía las cosas muchas veces hasta convertirlas en frases célebres. Muchas de sus frases se quedaron grabadas en los miembros de la familia que convivían con él.
Él vivía en Remedios, en Pi y Margal 4, y en una casa que se comunicaba con la suya por el traspatio, vivían nuestros abuelos Tita y Tito. En un momento, Tita y Tito se mudaron para Caibarién, me imagino que por razones de trabajo de Tito. Entonces, Tía Carmela y Tío Gastón iban los fines de semana a almorzar a casa de Tita y Tito en Caibarién.
En Remedios, Tía Carmela tenía una cocinera llamada Yeya, y, en Caibarién, Tita tenía una cocinera llamada Pastora (a Pastora yo la conocí años después).
Cada domingo, sin faltar uno, Tío Gastón se sentaba a la mesa de Tita y decía:
-Amigos, Pastora hace la sopa mejor que Yeya. ¿Ya leyeron los muñequitos de Ferodente (personaje de las tiras cómicas del periódico dominical)?
De modo que por muchos años, nuestros padres se sentaban a la mesa y repetían aquella frase sin que viniera al caso, sólo por recordar a Tío Gastón:
-Amigos, Pastora hace la sopa mejor que Yeya. ¿Ya leyeron los muñequitos de Ferodente?
Quizás alguno de ustedes también la oyó alguna vez. Yo la oía a cada rato cuando Pastora cocinaba. Entonces, Tita se había ido a vivir a La Habana y Pastora se había convertido en la cocinera de Tío Gastón.

 6

Otro de Blanca Molina, como me lo contó mi mamá:

Allá por los años 30 (creo) se pusieron de moda en La Habana las pajitas absorbentes para tomar refrescos. Entonces las fabricaban de cartón y las recubrían con cera.

Un día a Blanca la invitó una amiga, a la que le decían “Niña Pando”, al restaurant Miami, de Prado y Neptuno, a tomar una soda, que era, en Cuba, una deliciosa combinación de helado con agua de seltz. Las amigas, pidieron una soda de chocolate cada una y se sentaron a conversar mientras absorbían la exquisita bebida buchito a buchito.

Pero en eso, a Blanca se le dobló la pajita, y, como ella era nueva en el asunto, pensó que esta se había roto irremediablemente. Sin saber qué hacer y muy nerviosa, exclamó en un temblor:

-Niña Pando, ¡suelta un peso y huye, que he roto el tubo!

 7

Este cuento es de Tía Pilo, la hermana menor de mi mamá y mi madrina.

Un día, cuando todavía estaba soltera y vivía en Caibarién, salió a pasear con la que luego sería su cuñada, Elita Portu, por el Paseo del Prado.
Cuando regresaban a la casa, se encontraron que un chivo, que sacaban a pastar al Paseo, estaba suelto allí, y recordaron que al chivo le gustaba dar cornadas.
Trataron de pasar por al lado del chivo sin que este se percatara, pero el intento fue fallido, y el chivo salió disparado a cornearlas.
Entonces las dos muchachas se pegaron de frente a la pared de una casa, y el chivo comenzó a cornearlas por el trasero.
La jóvenes esperaban que el chivo se cansara o que alguien apareciera a socorrerlas, pero nada.
Entonces, Elita le dice a Tía Pilo:
-Oye, Pilo, ¡al chivo le gusta, al chivo le gusta!
Y así fue que se hizo famosa esta frase en mi familia. Cuando alguien hace alguna cosa repetidamente, todos exclaman: “Oye, Pilo, ¡al chivo le gusta!”

 8

Este es un cuento de Caibarién. Ocurrió cuando yo era pequeñita. Lo cuento tal como me viene a la memoria.
En Caibarién había una señora, parienta de los Portu, creo, llamada Cristina, como yo. Resulta que Cristina hacía unos dulces muy sabrosos, pero no le gustaba dar las recetas porque quería mantener la exclusividad.
Un día, creo que para el cumpleaños de Martín Portu (el papá de Tío Tao), hizo un cake delicioso, y Tía Pilo y mi mamá le pidieron la receta. Entonces, Cristina les dijo:
-Pues lleva harina, huevos, azúcar, chocolate, mantequilla…. Y, así, siguió listando los ingredientes hasta terminar.
Tía Pilo, entonces le preguntó:
-¿Y cuánta harina?
Y Cristina:
-No importa, mientras más, mejor.
Y mi mamá:
-¿Y cuántos huevos?
Y de nuevo:
-No importa, mientras más, mejor.
Y así sucesivamente.

De tal modo que en mi casa, cuando alguien pregunta por una receta, le decimos los ingredientes y, luego la frase célebre: “No importa, mientras más mejor”.

 9

Este cuento es de un bobo de Remedios llamado Cirilo. Lo cuento tal y como nos lo contó Josefa, la manejadora de mi hermana.

Cirilo vivía con su familia, pero la persona más cercana a él era su abuela. Un día su abuela tuvo que ir al Escambray a visitar a un pariente que estaba enfermo. Como el viaje era largo y, después de bajarse del ómnibus había que andar un tramo a caballo, la señora decidió pasar unos días allí antes de regresar a su casa.
Cirilo llamó a un amigo y le pidió que le sacara una foto para mandársela a su abuela. Se paró, muy artísticamente, al lado de un muro antiguo cubierto de yedra, pero, cuando el amigo fue a tomar la foto, gritó:
-Espérate, espérate-, y se escondió detrás del muro.
-Ahora, saca la foto-, exclamó.
-Pero, Cirilo, si estás tapado por el muro…
-No importa-, respondió, -cuando la foto llegue, yo salgo y le doy la sorpresa a mi abuelita.

 10

Este cuento es de unos primos españoles de mi mamá que vinieron a Cuba por primera vez por los años 30, creo. Lo narro tal y como mi mamá me lo contó.

Creo que todos ustedes saben que España, en los años 30 del siglo pasado, era uno de los países más atrasados de la Europa Occidental. Estos primos de mi madre vivían en una aldea española, cuyo nombre no recuerdo.

El caso es que llegaron a La Habana a pasar un tiempo con la familia cubana, y, por supuesto, los invitaron a la fuente de sodas a tomar refrescos y helados.

Todos pidieron helados de sus sabores preferidos, y, además, coca cola o gaseosa de limón. Entonces, les trajeron las sodas en unos vasos enormes llenos de hielo frappé con sus respectivos absorbentes.

Los miembros de la familia cubana empezaron amover la soda con el absorbente para que se enfriara bien, y los primos españoles hicieron lo mismo. De pronto, uno de ellos se volteó para su padre y preguntó muy asombrado:

 —Papá ¿qué son esas pedruquinas?—, refiriéndose a los hielitos del refresco.

Pues en la aldea, todavía no habían descubierto el hielo para enfriar las bebidas.

Los cubanos se rieron mucho, y mi mamá nos hacía este cuento a cada rato cuando tomábamos coca cola en la barra del tencén.

11

Es un cuento de mi abuela, Tita, y su hermana, Tía Carmela. Lo cuento tal como mi mamá me lo contó.

Resulta que mi abuela tita fue a Remedios a pasar unos días con su hermana. Las dos se parecían muchísimo. Si no las conocías bien, eran difíciles de identificar.
Mi abuela se dio un baño matutino y se sentó en el sillón de su hermana en el ventanal de la sala que daba a la calle. Así podía ver a todo el que pasaba por ahí.
Pasó un hombre y le dijo:
-Buenos días, Doña Carmela.
Y mi abuela:
-Buenos días.
Luego un chino que vendía calabacitas chinas:
-Hola, doña Carmela.
-Hola.
Después, una señora que venía de misa:
-Adiós, doña Carmela.
Y Tita:
-Adiós.
Y, al fin, un pordiosero:
- Doña Carmela, ¿me presta un real?
- No, yo no soy doña Carmela.

 12

Este cuento es de tío Gastón. Lo cuento tal y como lo recuerdo.

Cuando iba a La Habana, a tío Gastón le encantaba ir a la playa de Marianao en tranvía. Creo que lo que más le gustaba era que al pasar el puente del Río Almendares, yendo desde El Vedado, había que pagar 2 centavos adicionales a los 3 centavos que costaba el viaje normal.

Una vez, nos llevó a Tavito, Tete, Lourdes y a mí en su aventura playera. Varios tranvías viajaban a la playa, y tomamos el I-4, que fue el primero que apareció con el letrero de Playa. Al llegar al puente, tío Gastón nos dio 2 centavos a cada uno para que compráramos el ticket de pasar el puente, y nos explicó su importancia.

Llegamos a la playa casi una hora después, nos paseamos por la arena, y nos dispusimos a regresar a tiempo para el almuerzo.

En el paradero, tío Gastón buscó el tranvía I-4, y nos subimos todos con un Orange Crush en las manos para calmar la sed.

¡Cuál no sería su sorpresa al comprobar que el I-4 no regresaba por la misma ruta de ida y que habíamos ido a parar a la terminal de trenes, cerca del puerto! Eso nos obligó a pagar de nuevo el pasaje para regresar al Vedado, ya tarde para el almuerzo.

Al llegar, sólo le comentó a mi mamá lo sucedido y permaneció callado todo el almuerzo.

Pasaron los días, y otra vez, salió para ir a visitar a unos amigos. Estaba con Pepe Menéndez (El Marqués), en la parada de L y 27, cuando ve aproximarse el I-4.

Se volteó hacia el tranvía y le gritó:

— ¡Que te compre quien no te conozca!

El Marqués luego hizo el cuento y todos nos echamos a reír.

 13

Este cuento es de tío Gastón. Lo cuento como mi mamá me lo contó. Quien conoció a tío Gastón se lo puede imaginar: genio y figura.

Corría el año 1935 (o 36), y en el cine de Remedios estrenaron la última película de Gardel Tango bar.

Como a tío Gastón le encantaba Gardel fue a ver la película el mismo día que la estrenaron. Tía Carmela no pudo ir por algún motivo no especificado, así que tío Gastón fue solo a verla.

Al regresar, llegó cantando “Por una cabeza”… (El lector debe imaginarse la música.) Pero el caso es que sólo cantaba esa línea y la repetía constantemente con muy buena afinación.  Así pasó lo que restaba de la noche hasta que se durmió.

Al otro día, amaneció cantando la línea, y, cuando la había repetido como 20 veces, tía Carmela no pudo más y le dijo:

     ¡Gastón, por favor, canta otro pedacito de la canción, porque ya me tienes loca con eso de por una cabeza!

A lo que tío Gastón respondió:

—Bueno, Carmela, esta noche iré al cine a aprenderme otra línea, porque eso fue lo único que me pude aprender ayer.

14 

Un cuento de Tío Lelén

Corría el mes de diciembre de 1958. Mi papá había traído a vivir a mi casa a tío Lelén porque en Las Villas la situación estaba muy grave con la batalla de Yaguajay y la toma de Santa Clara. También vivía en mi casa mi primo Bonifacio, el hijo de Wenceslao, quien andaba huyendo de la policía de Batista después de haber volado un puente por aquellas tierras villaclareñas.

A pesar de los tiros, las bombas, los muertos, y todo lo que anunciaba el pronto fin de la dictadura, el 3 de diciembre se celebró el Día del Médico, como era costumbre. Los pacientes no estaban dispuestos a pasar por alto la fecha, sin reconocer el trabajo de quienes los mantenían saludables y felices.

En mi casa era jolgorio total. Desde tempranas horas, el timbre de la puerta sonaba sin parar: pacientes agradecidos, mensajeros, choferes de las tiendas más famosas de La Habana traían regalos de todo tipo para mi padre, quien se había ganado una reputación de envergadura como médico general y tisiólogo. Aparte de efectos electrodomésticos; pañuelos bordados; adornos de porcelana, cristal fino, madera y mármol; maletines de cuero labrado; billetes de lotería; joyas varias y otros objetos inimaginables, cada cierto lapso tocaba el mensajero de La Gran Vía con un Súper Cake. Mi hermana Lourdes y yo nos matábamos para ganarle a toda la familia y abrir la puerta.

—Mami, ¡Otro cake!—, gritábamos.

Hasta la cuenta de 45, que fue el total de súper cakes recibidos ese año. ¡Y a cada cual más bonito y apetitoso!

Con la experiencia del pasado año, en que los cakes llegaron a ser 37, mi papá había comprado un enorme freezer de seis pies de alto para congelarlos y tener postre todos los días del año.

Después de ese día, en las noches, cada vez más peligrosas, se organizaba en el comedor un juego de lotería que a veces duraba hasta el amanecer. Jugaban mis padres, tío Lelén, Bonifacio, las 3 empleadas domésticas, Lourdes y yo. Pero según nos entraba sueño, nos íbamos yendo a la cama después de comer un buen trozo del cake de turno. Así que el “cartón lleno” a veces se jugaba con sólo tres personas.

—¡Qué rico está este cake!— exclamaba Bonifacio.

—¡Verdad que La Gran Vía hace tremendos postres!—, decía mi mamá.

—¡Gracias a mi súper freezer podemos comer súper cake todos los días!—, se ufanaba mi padre.

A veces nos aburríamos de un cake y pedíamos sacar uno nuevo.

—¡Por favor, queremos el cake de nata!

—¡Hay que comerse primero el de chocolate! ¡Esperen a que se acabe!

—No, no, ¡el de nata! ¡el de nata!

Y en eso, tío Lelén irrumpió en la escena con la frase más famosa de la historia:

—¡El que se acueste primero se tiene que comer el cake de chocolate!

Esa noche, todos jugamos “cartón lleno” y tuvieron que darnos cake de nata a todos. El trozo de chocolate que quedaba fue a dar a la basura.

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