CUENTOS DE ANTAÑO
(Los cuento como me los
contaron o como los recuerdo)
1
Este cuento es
de un personaje remediano (de Remedios, Las Villas), llamado don Pedro. Se los
cuento tal y como mi mamá me lo contó.
Por fines de los
años 30, don Pedro fue a La Habana y quiso comer en un buen restaurante. En esa
época estaba de moda el Miami, de Prado y Neptuno. Así que don Pedro fue allí y
se sentó en la mejor mesa que encontró.
El camarero le
trajo el menú y le dio tiempo para estudiarlo. Al rato, volvió a aparecer y
preguntó a don Pedro si ya quería ordenar.
- Sí, señor.
Mire, tráigame una sopa de pollo y un consomé.
- Disculpe-,
dijo el camarero en tono cortés. El consomé también es una sopa, señor.
A lo que don
Pedro respondió muy airado:
- Don Pedro se
toma una sopa, dos sopas y todas las sopas que don Pedro quiera tomarse.
Por eso, en mi casa, cuando alguien quería comerse
algo que no pegaba ni con cola, decía " Don Pedro se toma una sopa, dos
sopas y todas las sopas que don Pedro quiera tomarse."
2
Les cuento esta
historia tal como me la contó mi mamá.
Blanca Molina
era una amiga de mi Tía Luisa, de Tía Mamilla, de mi mamá, de Tía Pilo, y de
toda la familia. Nació a principios del siglo pasado, y era todo un personaje
remediano (de Remedios, Las Villas). No era bonita de cara, pero tenía buen
cuerpo y se veía interesante. Lo que sí era muy cómica: todo lo que salía de su
boca hacía reír. Le salían las palabras con una naturalidad que metía miedo. Un
día, cuando tenía como 20 años de edad, se vistió con un vestido blanco de
lunares negros y negro de lunares blancos, en una hermosa combinación. Llegó al
cine de Remedios, caminó resuelta hacia la platea, y, de pronto, se vio ante un
espejo enorme que había en la entrada. Vio una figura femenina que la impactó:
-¡Qué mujer tan
elegante-, exclamó.
-¡Ay, coño, si
soy yo!
Y siguió caminando como si nada.
3
Otro de Blanca
Molina. Lo cuento tal como me lo contó mi mamá.
Como les conté,
Blanca era, por sobre todo, espontánea. No medía lo que decía, ni calculaba sus
consecuencias. Su hermana Rosa era maestra de primaria, y daba clases de español
en su casa. Un día don Rosendo, un remediano contemporáneo con ellas, pasó por
casa de Rosa y le pidió un peso prestado para completar el dinero de su pasaje
para ir a Morón a visitar a su familia. Rosa se lo dio, a pesar de que la
situación económica era precaria. Y pasaba el tiempo sin que don Rosendo le
devolviera a Rosa su dinero.
Un día, Blanca
llegó a casa de Rosa mientras esta daba una clase a un grupo de alumnos. Blanca
se paró frente al pizarrón y leyó en voz alta la oración que Rosa había escrito
para sus alumnos:
"Don
Rosendo fue a Morón".
Y con la misma,
exclamó sin pensarlo:
"Y a Rosa
le llevó un pesón." (aumentativo de "peso", por supuesto)
Esa era Blanca.
4
Este cuento no
es de Remedios ni de mi familia materna. Es de Vueltas, también en Las Villas,
y corresponde a mi familia paterna. Lo escribo tal y como me lo contó mi papá.
Mi abuela paterna
murió muy joven, cuando sus hijos eran pequeñitos, de modo que mi abuelo,
Buenaventura, se quedó a cargo de dos varones y una niña. El mayor era mi papá;
luego venía mi tío Bernardo, y, por fin, Tía Ana, la menor.
Un día, don
Wenceslao, tío de mi padre, invitó a mi abuelo y sus tres hijos a almorzar a su
casa —una de las pocas, si no la única, de dos pisos en todo el pueblo de
Vueltas. Wenceslao era rico y, como todo rico, era bastante conservador con su
dinero, por no decir tacaño. Todo en su casa era muy augusto, tal como el
carácter del viejo tío. Por eso, mi abuelo les advirtió a sus hijos que se
comieran toda la comida sin chistar y que no hicieran comentario alguno al
respecto.
Todo fue de
maravillas, hasta que llegó el postre. Mi tío Bernardo recibió su porción de
dulce de guayaba con queso, pero su lasquita de queso era sumamente delgada, lo
que le produjo una gran frustración. Al no poder comentar sobre la comida,
levantó su lasquita de queso, se la colocó frente a los ojos, y exclamó:
—Papá, ¡te veo!
A partir de esa
historia, cuando algo de comer nos resulta poco, siempre decimos “esto es de
papá te veo”.
5
Este cuento es
de Tío Gastón. Lo cuento tal y como mi mamá me lo contó.
Tío Gastón era,
como todos saben, un personaje muy especial. Una de sus características era que
repetía las cosas muchas veces hasta convertirlas en frases célebres. Muchas de
sus frases se quedaron grabadas en los miembros de la familia que convivían con
él.
Él vivía en
Remedios, en Pi y Margal 4, y en una casa que se comunicaba con la suya por el
traspatio, vivían nuestros abuelos Tita y Tito. En un momento, Tita y Tito se
mudaron para Caibarién, me imagino que por razones de trabajo de Tito.
Entonces, Tía Carmela y Tío Gastón iban los fines de semana a almorzar a casa
de Tita y Tito en Caibarién.
En Remedios, Tía
Carmela tenía una cocinera llamada Yeya, y, en Caibarién, Tita tenía una
cocinera llamada Pastora (a Pastora yo la conocí años después).
Cada domingo,
sin faltar uno, Tío Gastón se sentaba a la mesa de Tita y decía:
-Amigos, Pastora
hace la sopa mejor que Yeya. ¿Ya leyeron los muñequitos de Ferodente (personaje
de las tiras cómicas del periódico dominical)?
De modo que por
muchos años, nuestros padres se sentaban a la mesa y repetían aquella frase sin
que viniera al caso, sólo por recordar a Tío Gastón:
-Amigos, Pastora
hace la sopa mejor que Yeya. ¿Ya leyeron los muñequitos de Ferodente?
Quizás alguno de
ustedes también la oyó alguna vez. Yo la oía a cada rato cuando Pastora
cocinaba. Entonces, Tita se había ido a vivir a La Habana y Pastora se había
convertido en la cocinera de Tío Gastón.
6
Otro de Blanca
Molina, como me lo contó mi mamá:
Allá por los
años 30 (creo) se pusieron de moda en La Habana las pajitas absorbentes para
tomar refrescos. Entonces las fabricaban de cartón y las recubrían con cera.
Un día a Blanca
la invitó una amiga, a la que le decían “Niña Pando”, al restaurant Miami, de
Prado y Neptuno, a tomar una soda, que era, en Cuba, una deliciosa combinación
de helado con agua de seltz. Las amigas, pidieron una soda de chocolate cada
una y se sentaron a conversar mientras absorbían la exquisita bebida buchito a
buchito.
Pero en eso, a
Blanca se le dobló la pajita, y, como ella era nueva en el asunto, pensó que
esta se había roto irremediablemente. Sin saber qué hacer y muy nerviosa,
exclamó en un temblor:
-Niña Pando,
¡suelta un peso y huye, que he roto el tubo!
7
Este cuento es
de Tía Pilo, la hermana menor de mi mamá y mi madrina.
Un día, cuando
todavía estaba soltera y vivía en Caibarién, salió a pasear con la que luego
sería su cuñada, Elita Portu, por el Paseo del Prado.
Cuando
regresaban a la casa, se encontraron que un chivo, que sacaban a pastar al
Paseo, estaba suelto allí, y recordaron que al chivo le gustaba dar cornadas.
Trataron de
pasar por al lado del chivo sin que este se percatara, pero el intento fue
fallido, y el chivo salió disparado a cornearlas.
Entonces las dos
muchachas se pegaron de frente a la pared de una casa, y el chivo comenzó a
cornearlas por el trasero.
La jóvenes
esperaban que el chivo se cansara o que alguien apareciera a socorrerlas, pero
nada.
Entonces, Elita
le dice a Tía Pilo:
-Oye, Pilo, ¡al
chivo le gusta, al chivo le gusta!
Y así fue que se
hizo famosa esta frase en mi familia. Cuando alguien hace alguna cosa
repetidamente, todos exclaman: “Oye, Pilo, ¡al chivo le gusta!”
8
Este es un
cuento de Caibarién. Ocurrió cuando yo era pequeñita. Lo cuento tal como me
viene a la memoria.
En Caibarién
había una señora, parienta de los Portu, creo, llamada Cristina, como yo.
Resulta que Cristina hacía unos dulces muy sabrosos, pero no le gustaba dar las
recetas porque quería mantener la exclusividad.
Un día, creo que
para el cumpleaños de Martín Portu (el papá de Tío Tao), hizo un cake
delicioso, y Tía Pilo y mi mamá le pidieron la receta. Entonces, Cristina les
dijo:
-Pues lleva harina,
huevos, azúcar, chocolate, mantequilla…. Y, así, siguió listando los
ingredientes hasta terminar.
Tía Pilo,
entonces le preguntó:
-¿Y cuánta
harina?
Y Cristina:
-No importa,
mientras más, mejor.
Y mi mamá:
-¿Y cuántos
huevos?
Y de nuevo:
-No importa,
mientras más, mejor.
Y así
sucesivamente.
De tal modo que
en mi casa, cuando alguien pregunta por una receta, le decimos los ingredientes
y, luego la frase célebre: “No importa, mientras más mejor”.
9
Este cuento es
de un bobo de Remedios llamado Cirilo. Lo cuento tal y como nos lo contó
Josefa, la manejadora de mi hermana.
Cirilo vivía con
su familia, pero la persona más cercana a él era su abuela. Un día su abuela
tuvo que ir al Escambray a visitar a un pariente que estaba enfermo. Como el
viaje era largo y, después de bajarse del ómnibus había que andar un tramo a
caballo, la señora decidió pasar unos días allí antes de regresar a su casa.
Cirilo llamó a
un amigo y le pidió que le sacara una foto para mandársela a su abuela. Se
paró, muy artísticamente, al lado de un muro antiguo cubierto de yedra, pero,
cuando el amigo fue a tomar la foto, gritó:
-Espérate,
espérate-, y se escondió detrás del muro.
-Ahora, saca la
foto-, exclamó.
-Pero, Cirilo,
si estás tapado por el muro…
-No importa-,
respondió, -cuando la foto llegue, yo salgo y le doy la sorpresa a mi abuelita.
10
Este cuento es
de unos primos españoles de mi mamá que vinieron a Cuba por primera vez por los
años 30, creo. Lo narro tal y como mi mamá me lo contó.
Creo que todos
ustedes saben que España, en los años 30 del siglo pasado, era uno de los
países más atrasados de la Europa Occidental. Estos primos de mi madre vivían
en una aldea española, cuyo nombre no recuerdo.
El caso es que
llegaron a La Habana a pasar un tiempo con la familia cubana, y, por supuesto,
los invitaron a la fuente de sodas a tomar refrescos y helados.
Todos pidieron
helados de sus sabores preferidos, y, además, coca cola o gaseosa de limón.
Entonces, les trajeron las sodas en unos vasos enormes llenos de hielo frappé con
sus respectivos absorbentes.
Los miembros de
la familia cubana empezaron amover la soda con el absorbente para que se
enfriara bien, y los primos españoles hicieron lo mismo. De pronto, uno de
ellos se volteó para su padre y preguntó muy asombrado:
—Papá ¿qué son esas pedruquinas?—,
refiriéndose a los hielitos del refresco.
Pues en la aldea, todavía no habían descubierto el
hielo para enfriar las bebidas.
Los cubanos se rieron mucho, y mi mamá nos hacía este
cuento a cada rato cuando tomábamos coca cola en la barra del tencén.
11
Es un cuento de
mi abuela, Tita, y su hermana, Tía Carmela. Lo cuento tal como mi mamá me lo
contó.
Resulta que mi
abuela tita fue a Remedios a pasar unos días con su hermana. Las dos se
parecían muchísimo. Si no las conocías bien, eran difíciles de identificar.
Mi abuela se dio
un baño matutino y se sentó en el sillón de su hermana en el ventanal de la
sala que daba a la calle. Así podía ver a todo el que pasaba por ahí.
Pasó un hombre y
le dijo:
-Buenos días,
Doña Carmela.
Y mi abuela:
-Buenos días.
Luego un chino
que vendía calabacitas chinas:
-Hola, doña
Carmela.
-Hola.
Después, una
señora que venía de misa:
-Adiós, doña
Carmela.
Y Tita:
-Adiós.
Y, al fin, un
pordiosero:
- Doña Carmela,
¿me presta un real?
- No, yo no soy doña Carmela.
12
Este cuento es
de tío Gastón. Lo cuento tal y como lo recuerdo.
Cuando iba a La
Habana, a tío Gastón le encantaba ir a la playa de Marianao en tranvía. Creo
que lo que más le gustaba era que al pasar el puente del Río Almendares, yendo
desde El Vedado, había que pagar 2 centavos adicionales a los 3 centavos que
costaba el viaje normal.
Una vez, nos
llevó a Tavito, Tete, Lourdes y a mí en su aventura playera. Varios tranvías
viajaban a la playa, y tomamos el I-4, que fue el primero que apareció con el
letrero de Playa. Al llegar al puente, tío Gastón nos dio 2 centavos a cada uno
para que compráramos el ticket de pasar el puente, y nos explicó su
importancia.
Llegamos a la
playa casi una hora después, nos paseamos por la arena, y nos dispusimos a
regresar a tiempo para el almuerzo.
En el paradero,
tío Gastón buscó el tranvía I-4, y nos subimos todos con un Orange Crush en las
manos para calmar la sed.
¡Cuál no sería
su sorpresa al comprobar que el I-4 no regresaba por la misma ruta de ida y que
habíamos ido a parar a la terminal de trenes, cerca del puerto! Eso nos obligó
a pagar de nuevo el pasaje para regresar al Vedado, ya tarde para el almuerzo.
Al llegar, sólo
le comentó a mi mamá lo sucedido y permaneció callado todo el almuerzo.
Pasaron los
días, y otra vez, salió para ir a visitar a unos amigos. Estaba con Pepe
Menéndez (El Marqués), en la parada de L y 27, cuando ve aproximarse el I-4.
Se volteó hacia
el tranvía y le gritó:
— ¡Que te compre
quien no te conozca!
El Marqués luego
hizo el cuento y todos nos echamos a reír.
13
Este cuento es
de tío Gastón. Lo cuento como mi mamá me lo contó. Quien conoció a tío Gastón
se lo puede imaginar: genio y figura.
Corría el año
1935 (o 36), y en el cine de Remedios estrenaron la última película de Gardel Tango bar.
Como a tío
Gastón le encantaba Gardel fue a ver la película el mismo día que la
estrenaron. Tía Carmela no pudo ir por algún motivo no especificado, así que
tío Gastón fue solo a verla.
Al regresar,
llegó cantando “Por una cabeza”… (El
lector debe imaginarse la música.) Pero el caso es que sólo cantaba esa línea y
la repetía constantemente con muy buena afinación. Así pasó lo que restaba de la noche hasta que
se durmió.
Al otro día,
amaneció cantando la línea, y, cuando la había repetido como 20 veces, tía
Carmela no pudo más y le dijo:
—
¡Gastón,
por favor, canta otro pedacito de la canción, porque ya me tienes loca con eso de
por una cabeza!
A lo que tío Gastón respondió:
—Bueno, Carmela, esta noche iré al cine a aprenderme
otra línea, porque eso fue lo único que me pude aprender ayer.
14
Un cuento de Tío Lelén
Corría el mes de
diciembre de 1958. Mi papá había traído a vivir a mi casa a tío Lelén porque en
Las Villas la situación estaba muy grave con la batalla de Yaguajay y la toma
de Santa Clara. También vivía en mi casa mi primo Bonifacio, el hijo de
Wenceslao, quien andaba huyendo de la policía de Batista después de haber
volado un puente por aquellas tierras villaclareñas.
A pesar de los
tiros, las bombas, los muertos, y todo lo que anunciaba el pronto fin de la
dictadura, el 3 de diciembre se celebró el Día del Médico, como era costumbre.
Los pacientes no estaban dispuestos a pasar por alto la fecha, sin reconocer el
trabajo de quienes los mantenían saludables y felices.
En mi casa era
jolgorio total. Desde tempranas horas, el timbre de la puerta sonaba sin parar:
pacientes agradecidos, mensajeros, choferes de las tiendas más famosas de La Habana
traían regalos de todo tipo para mi padre, quien se había ganado una reputación
de envergadura como médico general y tisiólogo. Aparte de efectos
electrodomésticos; pañuelos bordados; adornos de porcelana, cristal fino,
madera y mármol; maletines de cuero labrado; billetes de lotería; joyas varias
y otros objetos inimaginables, cada cierto lapso tocaba el mensajero de La Gran
Vía con un Súper Cake. Mi hermana Lourdes y yo nos matábamos para ganarle a
toda la familia y abrir la puerta.
—Mami, ¡Otro cake!—,
gritábamos.
Hasta la cuenta
de 45, que fue el total de súper cakes recibidos ese año. ¡Y a cada cual más
bonito y apetitoso!
Con la
experiencia del pasado año, en que los cakes llegaron a ser 37, mi papá había
comprado un enorme freezer de seis pies de alto para congelarlos y tener postre
todos los días del año.
Después de ese
día, en las noches, cada vez más peligrosas, se organizaba en el comedor un
juego de lotería que a veces duraba hasta el amanecer. Jugaban mis padres, tío
Lelén, Bonifacio, las 3 empleadas domésticas, Lourdes y yo. Pero según nos
entraba sueño, nos íbamos yendo a la cama después de comer un buen trozo del
cake de turno. Así que el “cartón lleno” a veces se jugaba con sólo tres
personas.
—¡Qué rico está
este cake!— exclamaba Bonifacio.
—¡Verdad que La
Gran Vía hace tremendos postres!—, decía mi mamá.
—¡Gracias a mi
súper freezer podemos comer súper cake todos los días!—, se ufanaba mi padre.
A veces nos
aburríamos de un cake y pedíamos sacar uno nuevo.
—¡Por favor,
queremos el cake de nata!
—¡Hay que comerse
primero el de chocolate! ¡Esperen a que se acabe!
—No, no, ¡el de
nata! ¡el de nata!
Y en eso, tío
Lelén irrumpió en la escena con la frase más famosa de la historia:
—¡El que se
acueste primero se tiene que comer el cake de chocolate!
Esa noche, todos
jugamos “cartón lleno” y tuvieron que darnos cake de nata a todos. El trozo de
chocolate que quedaba fue a dar a la basura.
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